Goodnight mommy

Crítica de Julieta Bilik - Otros Cines

Goodnight Mommy es una película austríaca -¿de terror?- que empieza con una imagen de archivo que muestra a una bellísima familia (compuesta por dos niños rubios y su madre) cantando una canción -infantil o de iglesia, da igual- filmada en Technicolor (un proceso técnico de cine en color que se usó hasta mediados de la década de 1950) que remite al imaginario nazi.

Codirigida por Veronika Franz y Severin Fiala, es una de esas películas que no brinda mucho tiempo para pensar. No sabemos cómo, ni muy bien por qué, pero de repente todo ese mundo bucólico de campo y verano que se presentó al comienzo, se convierte en uno opresivo y cruel lleno de inexplicable sadismo y violencia. En el medio, aunque aparecen episodios que podrían explicar ciertos comportamientos, todo se parece a la locura. Y es que quizás de eso se trate Goodnight Mommy. Tras la acumulación de resentimiento, silencio y aislamiento deviene lo irracional, encarnado -cinematográficamente hablando- en la aparición de los recursos del género terror.

La trama se compone de tres personajes: dos hermanos gemelos de 11 años y su madre. Ella vuelve a la casa de campo tras una operación, tiene la cara vendada y parece cambiada, distante. Uno de los gemelos -siempre alejado-, ocupa, como en el isósceles, el incómodo lugar del vértice desigual. El otro parece más dócil, resulta más tierno. Los dos tienen nombres de profetas bíblicos: Lucas el primero, Elías el segundo.

La cosa es que de a poco los rubiecísimos gemelos que jugaban entre los campos austríacos bajo el sol de un caluroso verano empiezan a desconfiar. Esa mujer que volvió a casa y los reprende con crudeza cuando se portan mal ¿es su madre? Las sospechas se acrecientan mientras desaparece la compasión y se agudiza el encierro.

Entonces, el terror lo va impregnando todo. Si en Casa tomada, de Julio Cortázar, lo que iba avanzando ocupaba el espacio físico y expulsaba a los hermanos, en Goodnight Mommy, en cambio, para lo que no queda espacio es para lo familiar y tampoco para esa esencia que lo sostiene: la compasión. Ya sin ella, todo es posible.

De hecho, si las primeras escenas remitían al cine de otro austríaco, Michael Haneke, en cuyas películas se muestra a través del naturalismo la crueldad humana y la falta de conmiseración -por lejos el mejor de los sentimientos cristianos-; en su punto de giro el film de Veronika Franz y Severin Fiala da un vuelco hacia el tratamiento terrorífico, recordando cierto esoterismo y apelando a imágenes surrealistas de la magnitud de la navaja cortando el ojo en Un perro andaluz, el cortometraje que en 1929 rodó Luis Buñuel.

Con la misma lógica que en Funny Games, de Haneke, lo que en principio es un juego -al que remite la película a través de su título original Veo veo, según su traducción literal del alemán- se vuelve un acto cuyas reglas atraviesan las de la sociabilidad.

Ahí el espectador se estremece. Y lo que lo sacude es la culpa. A veces, lo obliga a no mirar, a taparse los ojos, a no querer ver lo que la historia demuestra que es posible. Porque ¿quiénes son estos tres personajes que dicen ser una familia? ¿Acaso el espejo de aquellos otros que cantaban felices bajo los radiantes colores del Technicolor? En Goodnight Mommy las huellas históricas se ven. No hace falta que nadie lo diga.