Godzilla vs. Kong

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Godzilla vs. Kong": titanes en el ring.

Las peleas confusas e hipertrofiadas elevan la habitual destrucción de ciudades, toda una especialidad del cine de monstruos, hasta niveles ridículos, sin un atisbo de autoconciencia.

Hay películas malas y buenas; sofisticadas y berretas; expansivas e introspectivas, emotivas y desalmadas; bobas e inteligentes. Y después está Godzilla vs. Kong, cuya desidia generalizada la vuelve una experiencia única dentro de una sala oscura, quizás el peor de los regresos posibles tanto para las criaturas como para quienes desde hace más de un año no se sientan en una butaca. Es cierto que unir nuevamente –luego de haberse enfrentado en los ’60– al primate más famoso de la historia del cine con el monstruo de origen japonés suena, en un contexto de remakes, reboots y demás anglicismos, a intento de hacer leña del árbol de la instalación en el público. Nada nuevo bajo el sol, por cierto: si ya se enfrentaron Freddy Krueger con Jason Voorhees (Freddy vs. Jason; 2003) y Alien con Depredador (Alien vs. Depredador; 2004), ¿por qué estos pesos pesados no tendrían su revancha? El problema es que nadie parece haber estado lo suficientemente interesado en sentarse un rato a pensar cómo, de qué manera diseñar este duelo de titanes. Imposible que una embarcación de esta envergadura a la deriva no termine encallando en el menos dragado de los puertos.

La culminación de la primera etapa del llamado Monsterverse –el universo compartido que arrancó con Godzilla (2014) y continuó con Kong: La Isla Calavera (2017) y Godzilla 2: El rey de los monstruos– presenta, como Mujer Maravilla 1984, dos películas apelmazadas en una, cada cual con sus protagonistas e intereses particulares. En la Isla Calavera está hace una década la científica Ilene (Rebecca Hall) estudiando el comportamiento del mono y haciéndose cargo de la hija muda de una lugareña, mientras que, en los Estados Unidos, Madison (la estrella centennial Millie Bobby Brown) empieza a desconfiar de la empresa Monarch gracias al podcast de un científico infiltrado como empleado de limpieza hace siete años. No suena muy lógico que un imperio tecnológico no sea capaz de encontrar un audio en internet ni a su responsable. Pero nada aquí es lógico, en realidad: la búsqueda de verosimilitud, de coherencia interna, de una situación como consecuencia de otra anterior y disparadora de una que vendrá, se queda en casa.

La cuestión es que en Monarch desarrollaron naves capaces de llegar hasta un lugar cercano al centro de la Tierra, el mismo desde donde creen que hace miles de años surgieron las especies a las que pertenecen Godzilla y Kong. Si uno dialogaba con el desquicio militar pos Segunda Guerra Mundial y el otro funcionaba como metáfora del apetito lucrativo de la humanidad, aquí son reducidos a vecinos enemistados cuyos ancestros se odiaban. Aun sabiendo eso, el jefe –un villano de cartón a cargo del mexicano Demián Bichir– da la orden de llevar al mono hasta la Antártida para que haga de “escolta” de los humanos en su exploración, mientras el lagarto mutante anda muy tranquilo acechando en el océano. A una pelea confusa e hipertrofiada luego le seguirá otra aún más confusa e hipertrofiada que eleva la habitual de destrucción de ciudades –toda una especialidad del cine de monstruos– hasta niveles ridículos aunque sin un atisbo de autoconciencia, todo mientras Madison llega hasta el mismísimo centro de operaciones de Monarch e Ilene descubre que Kong tiene un corazón bondadoso digno de su cuerpo XXL. La ausencia de escena pos créditos permite irse apenas corren las primeras letras blancas sobre fondo negro. Una buena, al menos.