Giro de Ases

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

UNA PELÍCULA QUE NUNCA EMPIEZA

¿De qué manera se inscribe Giro de ases dentro del panorama actual del cine nacional? La película del periodista y crítico Sebastián Tabany (codirigida por Fernando Díaz) es, en principio, una anomalía. Si bien es cierto que las derivas existenciales del Nuevo Cine Argentino quedaron en gran medida relegadas, y que los géneros son revisados desde distintos estratos de producción (el policial desde el mainstream, el terror desde proyectos más modestos, por poner dos ejemplos), lo que propone Giro de ases es un desplazamiento de esa tendencia; un cruce entre lo fantástico, la comedia romántica y el cine juvenil. Pero no solo eso: el tono que Tabany quiere otorgarle a su película busca desentenderse de cualquier cáscara realista, para trabajar con un verosímil permeable a los estados de ánimo, o las necesidades de una historia que se pretende “mágica”.

El problema, claro, es que todo se queda en los papeles.

Martín (Juan Grandinetti) trabaja de croupier en el Casino de Buenos Aires, pero su verdadera vocación es la magia. Como dicen un par de veces sus amigos durante la película, Martín es un gran cartomago, pero por alguna razón todavía no se animó a subirse a las tablas. Deprimido por la ruptura con su novia, pasa las tardes mirando videos de Henry Evans (mago al que admira, y que fuera de cámara entrenó a los actores para el rodaje), y atraviesa las noches trabajando en piloto automático. En una función de un colega al que mucho no soporta, queda flechado por Sofía (Carolina Kopelioff), la novia del mago; envalentonado por la posibilidad de un nuevo amor, y acompañado por su grupo de confianza (conformado por magos con distintas especialidades), va a ir descubriendo el alcance de sus verdaderos poderes.

Luego de algunos chivos desvergonzados en donde vemos la fachada del casino unos segundos de más, Tabany nos señala a los personajes, nos da breves pistas sobre sus destinos posibles, y después no hace nada más. Resulta llamativo el modo en que la película se demora en delinear su conflicto, casi como si lo esquivara a propósito. Uno atraviesa los minutos preguntándose cuándo empieza, cuándo va a pasar algo, mientras las escenas se suceden sin demostrar interés por el tono, o incluso por el espectador. Si la narración avanzara, quizás sería menos fácil detenerse en las decisiones formales de Tabany, que inunda su película con planos televisivos y con actuaciones afectadas al estilo Cris Morena (Romina Gaetani y Thelma Fardin son ejemplares a este respecto), y que varía el tono sin encontrar nunca una homogeneidad (con raptos de una banda sonora que recuerda a ciertas comedias familiares de los 90, protagonizadas por animales). Pero no.

Cuando pareciera que se abren algunas aristas de interés, que finalmente algo va a ocurrir, la película termina. Y la promesa de continuidad, que se revela recién hacia el final, genera una sensación de estafa más que de expectativa. El procedimiento, que tiene su antecedente más cercano en la primera parte de IT, de 2017 (y a juzgar por el cameo de Andy Muschietti, sale de ahí), acá no hace más que promover el enojo. Las posibilidades de un universo poco explorado por el cine argentino (el detrás de escena de la magia profesional) terminan por desplomarse, en una película que apuesta por generar el interés suficiente como para permitirse desarrollar su conflicto en una segunda parte, y que nunca lo consigue. Tabany quiso explorar la relación entre sus dos pasiones (el cine y la magia), pero el truco queda expuesto sin mucho esfuerzo. Lo que queda oculto, irónicamente, es la pasión.