Ginger & Rosa

Crítica de Karen Riveiro - Cinemarama

Un mundo (ya) montado

Seguido de unas primeras imágenes de la Hiroshima de 1945, dos madres dan a luz al mismo tiempo. En la escena siguiente, dos nenas (las hijas de esas mujeres) se toman la mano y se hamacan juntas mientras que, al lado de ellas, una de las dos madres consuela a la otra. En la imagen que sigue, uno de los padres de las niñas deja la casa, mientras que el otro padre levanta a su hija en brazos. Esta serie de flashbacks que de algún modo resumen la historia de la amistad entre Ginger (Elle Fanning) y Rosa (Alice Englert) también muestra, al comienzo de la película de Potter, aquello que constituye su tesis. A lo largo del film y de una u otra forma, Ginger & Rosa volverá siempre a esa serie de recuerdos, con los que intentará marcar la inevitabilidad de la separación de las amigas, una inevitabilidad que sólo puede tener lugar en un mundo de opuestos.

Ginger es una adolescente alegre y apasionada de la literatura que, siguiendo el camino recorrido por su padre, comienza a interesarse en la militancia. Rosa, en cambio, está totalmente abocada a la religión y a la búsqueda del amor verdadero. Sin embargo, y al menos hasta que surge el gran conflicto que las separa —es decir, cuando Roland (Alessandro Nivola), el padre de Ginger, se acuesta con Rosa—, ambas comparten una amistad muy cercana y de mucha complicidad y el cariño. Pero, por más que los problemas comiencen con ese repentino romance entre Roland y Rosa, todo en la película deriva en lo irremediable de las diferencias no tanto morales como ideológicas que separan a las amigas. Así, y cuando Rosa finalmente le pide a Ginger que la perdone, esta le escribe en un poema en el que le explica que son diferentes, y que esa diferencia que priva la amistad es que una sueña con un amor para toda la vida, mientras que la otra sólo quiere vivir.

Por ahora, sin embargo, nada de esto deja de ser coherente y verosímil; tanto Ginger como su padre y varios de los amigos que la acompañan tienen una perspectiva de lo real radicalizada y casi sin matices. Pero sí hay algo de brusco y sobre todo de forzado en la forma en que la película cuenta la historia de esa amistad, como si los antagonismos furiosos y la falta de ambigüedad entre los personajes también obligara a construir un mundo sin búsquedas y cerrado en sus propias intuiciones. Potter, así, no sólo filma los extremos sino que también toma de ellos una mirada en parte ciega y en parte fragmentada que cobra su forma más visible en el descuido de la continuidad, ya sea entre las escenas como en los personajes y sus recorridos. El resultado es una película de espasmos y explosiones entrelazadas a la fuerza, donde los personajes de repente abandonan el cariño o la consideración por el otro y se vuelven indiferentes e incluso perversos, y donde los diálogos, los escenarios y hasta la música se sujetan a las escenas como apéndices amordazados.

En un universo donde la tiranía se encarna no tanto en el tiempo y en sus estragos sino más bien en la elipsis, a Ginger & Rosa no le queda más que abandonar a sus personajes al gesto superficial, vacío y forzado de la ideología que representan. Y es por eso que, en la película de Potter, las verdades no se encuentran en los personajes ni en sus trayectos particulares sino en seguidillas de imágenes caprichosamente montadas. En este sentido, el comienzo de la película es también el final, y Ginger & Rosa no podían ser más que amigas y tampoco más que opuestas. Paridas al mismo tiempo por las ruinas de Hiroshima, la creciente polarización de un mundo partido en dos le quitaba a una el padre, y le daba a la otra el suyo: en un universo de extremos donde además las madres se muestran no sólo sumisas sino también insignificantes, ese hecho no podía llevar más que hacia dos senderos contrarios.