Ginger & Rosa

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

En la adolescencia de una década

Octubre de 1962 fue el mes en el que el primer single de Los Beatles y el primer film de la saga dedicada al Agente 007 vieron la luz en el Reino Unido. Pero también fue el mes de la bomba, de los misiles cubanos apuntando a los Estados Unidos. El riesgo real de que las potencias mundiales terminaran reducidas a cenizas radiactivas es el trasfondo del último largometraje de la británica Sally Potter, en lo que seguramente sea su proyecto cinematográfico más clásico y frontal, al menos desde un punto de vista narrativo. En cuanto a sus aspiraciones, las de Ginger & Rosa no son menores, pero resultan bien diversas a las de su film más reconocido, Orlando, que jugaba el juego de las múltiples temporalidades con un personaje eterno y cambiante. La otrora artista experimental, miembro de la famosa cooperativa London Film-makers’ Coop durante los años ’70, intenta aquí un retrato de época que se siente autobiográfico, no tanto por los detalles de la trama sino por el particular zeitgeist que la película intenta replicar y que la realizadora vivió en aquellos tiempos, con apenas trece años recién cumplidos. Coming of age en épocas difíciles (¿qué épocas no lo son?), Potter ambiciona cruzar lo personal con lo político y social, con el devenir de la Historia.

“1962 es antes de nuestro concepto de ‘los años ’60’, pero está más allá de los ’50. Es casi como la adolescencia de una década”, declaró Potter en una entrevista a la revista Sight&Sound luego del estreno de Ginger & Rosa en el Festival de Toronto. Y adolescentes son, precisamente, sus dos protagonistas, amigas desde la más tierna infancia. Desde el parto, para ser precisos, según revelan las primeras imágenes. Si Ginger (Elle Fanning teñida de violento naranja, como corresponde a su nombre) es un poco más cándida que Rosa (Alice Englert), desconocedora todavía de las pulsiones sexuales y cuyos primeros contactos con el alcohol y el tabaco sólo pueden provocar tos y borracheras, ello no impide que su interés por el estado del mundo la empuje a relacionarse con un grupo de activistas pro desarme nuclear. Generando, de paso, las primeras fricciones en una amistad que se suponía eterna, inviolable. La vida en casa de Ginger tampoco es fácil: su madre pide a gritos una vida hogareña más “normal”, mientras su padre (interpretado por Alessandro Nivola), un profesor universitario de espíritu libre, no termina de comprender las consecuencias que trae aparejada su irrefrenable pasión por sus jóvenes alumnas.

Extraño que Potter haya optado, en un film tan british, por actores americanos (es de suponer que habrán luchado bastante para pulir sus acentos), pero más allá de este detalle circunstancial, que sólo puede quebrar la apariencia de verosimilitud para un espectador de habla inglesa, el mayor obstáculo que encuentra el desarrollo de Ginger & Rosa es su obsesión por los detalles de época, que terminan convirtiendo a sus personajes en meros portavoces de ideas, creencias e ideologías. No se trata de un film maniqueo en sentido alguno, pero la carga simbólica de cada línea de diálogo, parece dispuesta para tensar alguna línea de discusión sobre la era retratada. Potter se apoya en una fotografía demasiado majestuosa, que destaca la fotogenia no sólo de los actores sino de cada una de las locaciones, sea ésta una playa frente al mar o una parada de ómnibus suburbana. En una propuesta de representación naturalista, el resultado es una narración que termina virando hacia los excesos melodramáticos y que reemplaza la posibilidad de la empatía por una superficial nostalgia vintage.