Ginger & Rosa

Crítica de David Obarrio - House Cinema

Éramos unas niñas

Sally Potter nunca hizo una película que valiera la pena, así que por ese lado no había que preocuparse mucho. Elle Fanning, por su parte, participó a su corta edad en algunas películas bastante estimables, como por ejemplo Un zoológico en casa, Súper 8 oSomewhere. Elle es la niña hecha para bailar por los planos más que para estar plenamente en ellos, siempre leve y tristona como un junco, la integrante de las chicas Fanning que empieza a tocar un poco de cielo en cada película, justo cuando la querida Dakota parece volverse un alma en pena, el sonido melancólico de un nombre solo, perdido en el laberinto de Hollywood. Pero Elle Fanning, tristemente, todavía no es capaz de salvar una película como la que nos ocupa. Su misión, por ahora, no es entonces la del trazo contundente de la épica sino más bien la presencia a medias, el destino de estar en la escena durante un segundo que vale oro, para después volver a la madriguera de las hadas buenas, reservando rastros de potencia como un presagio, o un espectro con cara de santa. La película de la pesada de Potter no alcanza nunca a aprovechar esa apariencia delicada y efímera, ese murmullo de la actuación que se afirma en secreto, con la consistencia indolente que se guardan los tímidos cuando se miran al espejo. Ginger & Rosa tiene el terreno con toda la fertilidad del mundo para cierta clase de película que al final no hace, porque no sabe, no puede o no quiere. El principio de los años sesenta, con su clima de guerra nuclear en ciernes, le servía en bandeja a la directora la posibilidad de una biografía del desconcierto: la adolescencia es la década, la crisis personal es la agitación del mundo, el pasaje hacia una forma difusa de adultez es el modo en que la vida social londinense de esa época preciosa se desembaraza, no sin turbación, de los restos queridos de un victorianismo que está todavía en el aire con ganas de quedarse un tiempito más. Ginger y Rosa son dos chicas amigas en medio de la turbulencia de esos años de cambio, hermosos y malditos en partes iguales. Potter filma los primeros pasos en el departamento de la marea sentimental, la pantomima de la guerra fría en el hogar, el trance de la amistad y la conciencia digamos que política, acaso como una forma de evasión y afirmación personal más que otra cosa. Pero la directora inglesa decide convertir todos esos fantasmas deliciosos en reliquias y meterlos en un almanaque. Ginger & Rosa es más fría que la muerte aunque juegue por momentos con los pasos de un melodrama sin convicción. Allí no habla una película de verdad, con su propia voz y su vitalidad, sino la Historia contada a los chicos. En realidad su ambición es el detalle mobiliario, la representación de la vida por la vía de la mímesis permanente, la idea por encima del mundo y el texto por arriba del cine. De pronto, para hacer que filma una película, se distrae con planos preciosistas y con pedazos de música que no alcanzan para disimular la irrelevancia desoladora del conjunto ni su falta de una ambición verdadera, aunque sea modesta, en el terreno del cine. Cuando se le ocurrió una película basada en la novela Orlando, se veía a la legua que a Potter tampoco le importaba nada el asunto llamado cine, pero el costado más o menos riskée con bolitas de naftalina del libro le ofrecía, quizá, la posibilidad de una simulación más enfática para entretener a la gilada con los manierismos prestigiosos de Woolf como coartada. - See more at: http://www.housecinemaescuela.com.ar/estrenos/item/254-ginger-y-rosa#.Ue5ou23OA15