Gilda

Crítica de Matías Orta - A Sala Llena

Cantantes exitosos abundan, pero muy pocos ascienden a la categoría de fenómenos socioculturales. Uno de esos casos es el de Gilda. Su temprana e inesperada muerte, en septiembre de 1996, no impidió que sus canciones se sigan disfrutando, ni que su mito como sanadora fuera en aumento. Veinte años después, luego de mil intentos, por fin llegó la película sobre su figura.

Gilda, no me arrepiento de este amor presenta a Myriam Alejandra Bianchi (Natalia Oreiro), una maestra jardinera, casada y con dos hijos. Torciendo con su rutina, acude a un casting para vocalistas de música tropical. No es devota de ese estilo (se formó escuchando Sui Generis, por ejemplo), pero poco le importa. Quedar en la prueba es apenas el comienzo de una carrera tan corta como intensa, donde debió superar los prejuicios de familiares y de productores discográficos. Una lucha que valió la pena: sin ser voluptuosa como las estrellas femeninas de cumbia de esa época, y a fuerza de carisma y de letras personales, pronto se convirtió en una abanderada de la bailanta y en un ícono popular.

En la línea de buen número de biopics, la película cuenta el nacimiento de un mito, pero la directora Lorena Muñoz esquiva la mayor cantidad posible de lugares comunes, incluyendo el esquema televisivo. Formada como documentalista (Yo no Sé que me han Hecho tus Ojos y Los Próximos Pasados, por nombrar dos), Muñoz bucea en la intimidad de Myriam (o Gil, como la conocían sus allegados), y le imprime autenticidad al film a través de un pensado uso de los recursos cinematográficos, como la fotografía y el sonido, y mediante la participación de fanáticos verdaderos e integrantes de la banda que sobrevivieron al accidente automovilístico que le costó la vida a la incipiente estrella. Podemos ver a la artista componiendo y entonando sus éxitos más destacados (“Fuiste”, “Corazón valiente” y el que le da título a la película, entre otros), que son utilizados en momentos muy estratégicos, de manera que cumplen una función dramática. Además, un puñado de flashbacks permite comprender su pasión, sus anhelos y sus recuerdos dolorosos.

Difícil imaginar a Gilda siendo interpretada por alguien que no sea Natalia Oreiro. Si bien el talento y la presencia de la actriz uruguaya están fuera de discusión, aquí logra el mejor trabajo de su carrera. Quien canta, baila, ríe, lucha y sufre en pantalla no es Natalia Oreiro: es Gilda. Y lejos de limitarse a una extraordinaria caracterización, le da alma al personaje, lo vuelve palpable, gracias a una amplia gama de emociones.

El elenco secundario también merece aplausos. Lautaro Delgado es Raúl, su marido; un individuo chapado a la antigua, que cuestiona las nuevas actividades de su mujer, pese a que luego necesitará de ella. Un rol que podría haber quedado en el cliqué, pero al que Delgado le otorga humanidad. Javier Drolás (conocido por Medianeras, de Gustavo Taretto) cumple en el papel de Toti Giménez, el tecladista, descubridor y socio. Roly Serrano y Daniel Valenzuela encarnan a la parte más áspera del mundo de la movida tropical. La muy prometedora Ángela Torres brilla haciendo de la versión adolescente de Myriam, y lo mismo puede decirse de Daniel Melingo dándole padre. Mención especial para Susana Varela; tiene una brevísima pero conmovedora participación como la madre de una niña que, al parecer, se curó de una enfermedad escuchando canciones de Gilda.

Luminosa cuando corresponde y sórdida en los momentos justos, Gilda, no me arrepiento de este amor triunfa como la biografía de una celebridad y como la historia de una mujer que dio todo para cumplir sus sueños. Al igual que la verdadera Gilda, ganará el corazón de fanáticos y de quienes se acercan por primera vez.