Gilda

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Un tributo sin épica ni estridencias.

El film de Muñoz elude el típico trayecto de inicio-ascenso-superación de adversidades-apogeo-caída, y elabora un retrato algo melancólico, con una pátina clásica. Resulta fundamental la impecable performance de Natalia Oreiro.

Gilda: No me arrepiento de este amor empieza con el plano fijo de un ataúd mostrado desde adentro de la caja del coche fúnebre que lo alberga. En la imagen se impone la cruz de Cristo plateada empotrada sobre la madera; de fondo, separados por un vidrio empañado, algunos deudos lloran a mares la pérdida reciente. Que esta secuencia inicial se prolongue durante un par de minutos marca, por un lado, no sólo la apelación a un lenguaje y un tempo inhabituales para los frenéticos cánones narrativos que suelen imperar en proyectos de aspiraciones populares como éste, sino también la intencionalidad manifiesta de esfumar el aura beatífico que rodea la figura de Miriam Alejandra Bianchi –tal el nombre de Gilda– desde su muerte, ocurrida en un accidente de tránsito en Entre Ríos hace poco más de 20 años, hasta la actualidad. Así, lo que parece decir el arranque del debut en la realización de ficción de la hasta ahora documentalista Lorena Muñoz (codirectora de Yo no sé qué me han hecho tus ojos y responsable de Los próximos pasados) es que su interés se limita a la vida y obra de una arista, y que los alcances e interpretaciones quedan a merced de los ojos que ven… y de los oídos que escuchan.

Es cierto que hoy no se estrenaría esta película si aquella maestra jardinera no se hubiera convertido en uno de los máximos referentes de la música tropical, autora de varios must de todo playlist festivo e incluso en una criatura mística para los miles que la entronizan como una santa. Pero a Muñoz le importa poco el mito y la estampita, y construye, con la excepción de una escena en la que una nena y su madre lagrimean ante la presencia de quien supuestamente “ayudó” en la curación de una enfermedad terminal con sus canciones, un film terrenal y humano, centrado en un presente histórico disociado del bronce generado por los efectos del tiempo, que arranca en 1991 y culmina en el instante mismo del accidente. Tanto así que prácticamente no entrega indicios que vinculen de forma directa esa trayectoria artística con la trascendencia del presente. Incluso los números musicales, que los hay y muchos, se muestran sin ornamentos ni movimientos ampulosos de cámara, con planos concentrados en su protagonista (Natalia Oreiro) o los integrantes de la banda –algunos de ellos partenaires “reales” de Gilda– que la secundan.

Muñoz honra su película filmándola como lo que es: la historia de una mujer enfrascada en un trabajo rutinario que un día decidió probar suerte incursionando en la música, y que llegó al pináculo del éxito por situaciones fortuitas y ajenas a su control; es decir, la historia de un triunfo módico y parcial. Quizá por esa amputación del arco dramático habitual de este tipos de relatos, que suele describir una parábola de inicio-ascenso-superación de adversidades-apogeo-caída, es que Gilda es una película–tributo melancólica, sin épica ni estridencias, tersa, lo-fi y con una pátina clásica que la atraviesa de punta a punta. Pátina que por momentos muta en mano de brocha gorda: no le hubiera venido mal desprenderse de algunos vicios exportados de las biopics de Hollywood, en especial los flashback que muestran la relación de Miriam y su padre muerto y cómo éste le traspasó el gusto por la música, ideas que ya podían defenderse muy bien con la aparición de esa guitarra vieja que la protagonista acaricia después de su primer casting.

Noctámbula como los ambientes donde transcurre casi íntegramente, Gilda es contenida y mesurada tanto en su narración y estética como en la manera de aproximarse al submundo de las bailantas. Aquí no se muestran tetras ni botellas cortadas, o al menos no con un peso dramático; sí un universo de reglas particulares que choca con el ideario de clase media laburante de los Bianchi y familia, sobre todo de su marido (Lautaro Delgado). Muñoz adopta la mirada extrañada de su protagonista y se hace cargo de los chispazos culturales a través de la indisimulable tensión de ella ante el carácter ajeno de la forma de cantar –“no prolongues tanto las palabras, esto es cumbia”, le dice su descubridor, Toti Giménez (Javier Drolas)–, de los vestuarios, del paradigma de la voluptuosidad, de un entorno timoneado por barones (allí está el empresario encarnado Roly Serrano poniendo un arma para negociar el contrato), del modo de vida; en fin, de todos los componentes que conforman su flamante circunstancia.

Claro que para que la directora pueda hacer todo esto necesita una actriz capaz de corresponderla. Y vaya si Natalia Oreiro lo hace. La uruguaya entrega aquí su mejor performance en la pantalla grande junto con la de la injustamente soslayada Francia, de Adrián Caetano, ante la atenta mirada de una cámara que hace lo que tenía que hacer: limitarse a acompañarla y observar cómo lleva con estoicismo espartano el peso del relato, cómo habita los recovecos de su personaje y cómo se desplaza con una soltura apabullante por los escenarios. Misma soltura que hace que, de este lado de la pantalla, resulte inevitable mover la patita y tararear esos temas que desde hace dos décadas sobrevuelan el aire por motivos que la película, felizmente, no quiere ni le interesa explicar.