Ghostbusters: el legado

Crítica de Gastón Dufour - Cinergia

Entre la nostalgia y el respeto por la obra original

Antes que nada, me quiero sacar una espina: no puedo entender al hater de los 80. Es como un tipo taciturno y malhumorado que disfruta con sacarle el chupetín a un chico y pegarle un sopapo para que llore. Llevado a un mundo adulto, es aún más estúpido. Dicho esto, vamos a lo que importa.

¿Es posible llevar con éxito una historia que originalmente tuvo su momento de gloria a mediados de la década antes mencionada? Un periodo y un momento histórico con las particularidades por conocidas por todos, que parece tan lejano que muchos de los que la vivimos la vemos como si hubiera pasado hace siglos. Con un buen trabajo serio de guion, con respeto por la obra original, un buen elenco y una adecuada dirección, claro que sí.

Eso es lo que trae Ghostbusters: el legado (Ghostbusters: Afterlife, 2021). Claro que al principio, apenas se apagan las luces, parece difícil abandonar el niño interior que vuelve a emocionarse y espera el regreso del cast original que aún está entre nosotros. Todo lo mencionado al final del párrafo anterior es posible de encontrar en este cierre a toda orquesta. Jason Reitman, el director de La joven vida de Juno (Juno, 2007), Amor sin escalas (Up in the Air, 2009) y Tully (Tully, 2018) -cuyos pergaminos no se agotan allí, pero traen el agregado de ser hijo del director de las películas originales, Iván Reitman) hace todo para honrar la historia inicial y a la vez a su creativo progenitor.

¿Qué tiene de novedoso este largometraje que no se haya visto en los anteriores y confirme lo mencionado respecto de las características necesarias para sobresalir? Que se toma en serio lo que otros se tomaron en broma. Y es que el clima de época no es solamente retratar “lo que eran los 80”. Al fin y al cabo, algunas cosas -aún con la tecnología que nos inunda de sobre información y nos hace sentir cercanos, aunque en realidad es nada más que un simulacro- no modifican la base del comportamiento humano, y aún menos las de los niños, que siguen teniendo en lo interno esa pulsión de vida y curiosidad que los lleva a buscar la aventura mientras tratan de conectarse con lo que los rodea y forma parte de su pasado; eso que a la vez los constituye. Todo esto es lo que el guion no se toma a la ligera y se suma a los chistes que funcionan porque se colocan en boca de los personajes que realmente tienen ese giro cómico.

Es este el momento de mencionar a Mckenna Grace en el rol de Phoebe, la nieta menor del fallecido cazafantasma Egon Spengler, de quien su madre (Carrie Coon) hereda una casa misteriosa en un pueblo “en medio de la nada”, como dice su hermano Trevor (Finn Wolfhard), y funciona como punto de partida de la historia; y a Paul Rudd (Mr Groobe), de quien ya conocemos sobradamente sus habilidades para la comedia y en este caso lo vuelve a confirmar, además de adaptarse perfectamente a lo que pide su papel. Tanto que hasta parece natural su participación, casi como si perteneciera a la historia original.

La película cubre todo lo que se le pide en un balance adecuado de nostalgia, interpretación de época y calidad narrativa, pero sin faltarle el respeto ni a la historia conocida por todos ni al elenco, pero sobre todo, al público que -ya crecido respecto de esos niños que eran allá lejos y hace tiempo- para decepciones tienen la vida.