Ghostbusters: el legado

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Fantasmas para todo público

El mayor mérito del film de Jason Reitman es hacerse cargo del paso del tiempo, en un producto mejor logrado que la reciente versión femenina, pero que intenta la quimera de conformar a todos.

Hay varias razones que validan la elección de El legado como subtítulo de Ghostbusters. La primera, y más evidente, es una relación entre padres e hijos presente dentro y fuera de la pantalla, en tanto el director Jason Reitman (La joven vida de Juno, Amor sin escalas) es hijo de Ivan, quien ocupó la silla plegable en las entregas de 1984 y 1989 y aquí funge como productor. Pero también porque, en su voluntad de actualizar la franquicia, dialoga con ese pasado haciéndose cargo del paso del tiempo, funcionando entre sus pliegues como clausura de una etapa de un estilo de comedia de enorme éxito en los años ’80. Los tiempos cambiaron y hoy ya no causa gracia lo que décadas atrás sí. Y esta Ghostbusters es, con su mezcla de coming of age, aventuras infanto-juveniles y un apabullante despliegue visual, hija directa de su tiempo.

Sin vínculo narrativo con el fallido intento de reboot que fue la versión femenina Cazafantasmas (2016), la película arranca con la muerte del dueño de un caserón destruido de las afueras de un pueblo del estado de Oklahoma. No tenía buena fama ese hombre al que los lugareños llamaban “cultivatierra” por dedicarse durante años a arar, regar y cuidar una granja en el que jamás plantó ni una semilla. Su hija Callie (Carrie Coon) tenía una relación nula con ese padre ausente y obsesionado con la inminencia del fin del mundo, hasta que se entera que ha heredado esa casa de la que no querría saber nada, salvo porque está endeudada hasta la médula y no tiene un mango para el alquiler. Y hacia allá irá la mujer con su hija Phoebe (Mckenna Grace) y su hijo Trevor (Finn Wolfhard, de Stranger Things, serie de espíritu similar a esta película, lo que a su vez la vincula con Súper 8 y, por lo tanto, a una buena parte del cine sub-15 de los 80), para descubrir que su padre podía ser cualquier cosa, menos loco.

Una vez instalada, la familia descubre que allí pasan cosas raras, como terremotos en un lugar alejado de zonas con actividad sísmica, o paranormales, de esas que la lógica no logra justificar. Por esas casualidades del guion coescrito por el realizador junto a Gil Kenan, uno de los profes del colegio, que hace cualquier cosa menos dar clases, es el sismólogo Gary Grooberson (Paul “El hombre vivo más sexy” Rudd, en un rol limitado al de comic relief e interés romántico de Callie), quien rápidamente se involucra con una hija menor lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que el abuelo, quizás, tenía un poco de razón en estar tan preocupado. Más aún después de descubrir el inolvidable Cadillac con la placa Ecto-1 juntando polvo el garaje.

La búsqueda de satisfacer a distintos púbicos suele ser problemática para las películas de aspiraciones masivas de Hollywood, y Ghostbusters no es la excepción. Las distintas líneas narrativas, que corren por carriles separados y tienden a confluir a medida que avance el metraje, están pensadas bajo esa directriz. Que Trevor ande tras la huella de una compañerita de trabajo implica una subtrama romántica adolescente con la que Reitman intenta contentar al público joven, aquel que llegará atraído probamente por la mencionada filiación con Stranger Things. Al público veterano, el mismo que creció con la imagen de Bill Murray, Dan Aykroyd, Harold Ramis y compañía, apuntan las innumerables referencias, guiños y cameos cargadas de nostalgia. Dos escenas poscréditos dejan las puertas abiertas para continuar con una saga que, luego de esta clausura, deberá encontrar nuevos rumbos.