Ghost Rider: Espíritu de venganza

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Historia del pelo

Uno va a ver una película de Nicolas Cage a la espera de que se produzca un breve acontecimiento. Con un énfasis que se disfraza de distancia un poco risible siempre nos preguntamos, en secreto, cómo será un nuevo encuentro en la pantalla grande con esos intrigantes apliques capilares suyos, esos afeites que son una de sus marcas de fábrica más conmovedoramente perdurables y que constituyen, al mismo tiempo, una cosmética y una poética: el pelo de Nicolas Cage –título para un tango chusco– es un modo de estar en el mundo, de mirar el horizonte, a la altura de esos ojos que se escapan de las órbitas, de sus tics faciales y de sus cachetes de perro viejo que todavía quiere ladrar y a veces ladra. Después, enseguida se ve que no hay mayor misterio allí, que el pelo es más o menos siempre igual a sí mismo: de un modo banal, la expectativa se diluye en la rutina y la repetición, y aquello que esperábamos, esa promesa de un modesto jolgorio, puede variar brevemente en el largo o cada tanto en el color, pero sigue siendo Nicolas Cage en un ciento por ciento: el hombre del pelo raro al viento.

Casi se podría decir que Ghost Rider: Espíritu de venganza es una película sin actores (un sueño seductor pero que aquí se malogra). No importa la cara llena de letras del reaparecido Christopher Lambert que está presente en un par de escenas, ni la de esa chica tan bonita de ojos azules, o la de su hijo adolescente, obligado de por vida a soportar el peso del mundo. Menos relevante todavía es ese pobre diablo que resulta que es el Diablo, que tiene pinta de oficinista después de que le tocó un burn out y lleva para todos lados un par de esbirros de opereta que tampoco importan nada. Es decir que los actores están pero pasan sin pena ni gloria por los planos, básicamente porque sus personajes no tienen distinción alguna, como si fueran una comparsa apenas necesaria para rodear brevemente al protagonista. Además uno, a fin de cuentas, si se interna en una tontería mayúscula como Ghost Rider es con el propósito de ver qué hace Nicolas Cage con el bodrio de turno. Algunos meses atrás celebrábamos con prudencia sus bailoteos desesperados en Fuera de la ley, un thriller bastante rutinario al que el actor le sacaba filo con una pasión que es solo suya mediante su repertorio impenitente de caras, de risas mitad malévolas, mitad tristes, de sonrisas torcidas y de ese agobio titánico que el tipo parece llevar encima desde la cuna como si fuera un traje.

Acá hay algo de todo eso pero el departamento de efectos especiales truchos le quita espacio a Cage, porque cada vez que se transforma en el jinete fantasma del título, montado en su moto toda chamuscada, lo que vemos en realidad no es más que un esqueleto digital con voz de ultratumba y campera de cuero con gotitas de aceite que hierven (detalle simpático). Es decir, Ghost Rider es una de Cage con muy poco de Cage. Los arranques de esoterismo vagamente cristiano que pretenden modular la película con una tensión de otro mundo se pierden en la insipidez de los diálogos y en la bobería automática de los momentos “serios”. Las torpes escenas de acción, en su mayoría filmadas al modo de las películas malas actuales, o sea como un amasijo de cuerpos parcelados, sin una ubicación precisa en el plano que permita apreciar la violencia como una fuerza sensible capaz de conmovernos, refuerzan el costado más convencional y rutinario de todo el asunto, en el que lo único que parece importar es poner una estrella delante de la cámara para estirar la franquicia sin que importe lo más mínimo cómo salga. Me dicen que el rótulo de Marvel Knights que se ve al principio de la película se refiere a una especie de subsidiaria dentro de la firma mayor Marvel que produce cosas con un supuesto espíritu trash, como si se tratara del lado salvaje de la casa matriz. La verdad es que cuesta asociar una película tan poco audaz y tan descaradamente reconciliada con el estado más industrial del cine contemporáneo con el concepto de lo trash. Pero quizá el persistente equívoco de relacionar el término no con algo libre y subversivo sino con algo de baja calidad y hecho a las apuradas tenga mucho que ver.