La vigilante del futuro. Ghost in the shell

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

En busca de la identidad perdida.

En la línea de los clásicos de la ciencia ficción, Blade Runner hasta Matrix, aquí también se produce el mestizaje cibernético, aunque la estética digital le gane la pulseada a lo narrativo. Scarlett Johansson se luce en el marco de un universo distópico.

Parece que después de tantos años la pregunta sigue sin respuesta: ¿sueñan o no los androides con ovejas eléctricas? Tal el dilema que Philip K. Dick –uno de los vértices del triángulo fundamental de la ciencia ficción estadounidense del siglo XX, junto a Isaac Asimov y Ray Bradbury– planteaba desde el título de su novela más popular en buena medida gracias a Blade Runner, adaptación al cine realizada por Ridley Scott en 1981. La cosa renueva su pertinencia con el estreno de La vigilante del futuro: Ghost in the Shell, de Rupert Sanders, cuyo fondo vuelve a ser más o menos el mismo: ¿qué es una persona? ¿Cómo se constituye un sujeto de derecho? O más en profundidad, ¿qué es y cómo se construye la identidad? Temas que también abordaron el inglés Brian Aldiss en el cuento “Los superjuguetes duran todo el verano” que Stanley Kubrick planeaba llevar al cine, proyecto que heredó y finalmente concretó en 2001 Steven Spielberg con Inteligencia Artificial, o el redescubierto Paul Verhoeven en su clásico Robocop (1986).

La humanidad ha dado un salto evolutivo hacia un mestizaje cibernético, en el que las personas son un híbrido entre lo humano y lo robótico. El hecho no sólo implica una mejora científica de las facultades propias de lo humano, sino la ampliación radical de lo que un cuerpo es capaz, reuniendo lo mejor de su naturaleza (la inteligencia y su eventual aplicación) con el potencial de la tecnología. En ese contexto, una corporación industrial ejerce el monopolio del negocio de la biotecnología, recogiendo los beneficios comerciales de la nueva realidad, convirtiéndose así en un peligroso actor político. En un universo distópico como los que suele presentar este tipo de ciencia ficción, la apuesta de llevar al extremo los presupuestos del capitalismo siempre incluye un grado de crítica social, haciendo que el malo de la película sea el propio sistema, incapaz de poner límites a la ambición humana.

En medio, una mujer de cuerpo robótico cuya única parte humana es el cerebro, fusión que representa la extensión ilimitada de la vida o la conciencia, en tanto dicha conciencia –el ghost (o fantasma; o alma) del título– habita un cuerpo que puede ser reparado o mejorado a perpetuidad, encarnando la aspiración máxima de dicha tecnología. Que esta mujer sea la agente estrella de un comando de élite que trabaja para el gobierno, aunque sigue siendo propiedad de Hanka, la corporación que la hizo posible, permite que las cuestiones existenciales queden subsumidas a una trama más interesada en aprovechar la espectacularidad visual del cine de acción, el policial y el thriller.

La película está basada en el manga (historieta japonesa) homónimo, género dentro del cual constituye un clásico de su era dorada, la década de 1980, junto con títulos como Appleseed, ambas del artista Masamune Shirow, o Akira de Katsuhiro Otomo, las tres adaptadas al cine como animés. Aquella versión de Ghost in the Shell, dirigida por Mamoru Oshii y estrenada en 1995, acabó convirtiéndose en una influencia estética fundamental para la ciencia ficción cinematográfica contemporánea. De hecho es posible que al reconocer los múltiples puntos de contacto entre la película de Sanders y, por ejemplo, Matrix (1999), lo primero que se piense es en el influjo de la película dirigida por los entonces hermanos Wachowski (hoy hermanas), cuando en realidad ambas responden al diseño y la puesta en escena del film de Oshii.