Gett: El divorcio de Viviane Amsalem

Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

El desamor se hace valer

Vivian decide divorciarse. No quiere más a Elisah, su esposo. Pero la ley religiosa en Israel marca que si él no lo permite, no hay divorcio. Y el quiere seguir siendo el dueño de ella. Ocurre en todos lados. Se resiste a la separación definitiva. Ni el marido ni los jueces entienden que el desamor es una realidad imperiosa y suficiente. “¿Su marido le pega, la maltrata, la engaña?” le preguntan a Vivian. No, pero ella no lo quiere más. El film cuenta las interminables presentaciones de esta mujer ante ese tribunal que insiste que ella debe volver a casa, quedarse junto a su esposo y sus hijos y renunciar a la idea del divorcio. Este largo deambular esta contado como una obra teatral. La cámara sólo registra la sala de audiencias y la sala de espera. La pareja, sus abogados y los testigos. No hay nada más. Salvo ese tribunal que por supuesto toma partido por la unidad familiar y que dilata sus decisiones para tratar de desgastar a esa mujer tozuda que ha transformado su lucha en un verdadero símbolo de libertad y resistencia.

Película austera, seca, conversada, a veces reiterativa, pero siempre intensa y esclarecedora. Falla solamente a la hora de recoger los testimonios de los testigos. Allí se nota algún subrayado que empaña la textura rigurosa que venía observando. La película es el opus tres de una trilogía de los hermanos Elkabetz destinado a pasar revista al mundo de la mujer en Israel. Y Ronit (que es también la coguionista y la protagonista) fija su posición y muestra de manera implacable el funcionamiento de una sociedad patriarcal, severa e injusta, que alcanza a la intolerancia religiosa y a costumbres. El film no sale del lugar para mostrar la encerrona que padecen aquellas mujeres que deben someterse al marido, incluso a la hora de querer librarse afectivamente de ellos. La libertad de elegir contrasta con las esas paredes y esos jueces que nunca cambian. La sala única, y el tema único concentra toda la dramatización: ella quiere el divorcio y él no. Eso es todo. No hay revelaciones ni sorpresas (salvo la que lanza el abogado del marido sobre el abogado de ella) y apenas se alude a la religión y la vida íntima de la pareja. Todo se repite como para subrayar el cansancio y la tenacidad de esa mujer a la que el desamor es al fin lo único que la sostiene. Tanto, que hasta en la promesa final renuncia a la ilusión de un mejor futuro con tal de asegurarse la libertad de este amargo presente. Vale la pena.