Gauguin: viaje a Tahiti

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Una de las obsesiones del cine francés son las biopics de sus ilustres artistas: músicos, escritores y todo aquel o aquella que haya tenido una vida lo suficientemente sufrida o épica y un legado valioso como para justificar una película. Tras la reciente Rodin, ahora es el turno de Gauguin: Viaje a Tahití, película de Edouard Deluc que se concentra en los dos primeros años que Paul Gauguin (Vincent Cassel) pasó en la Polinesia.

El film comienza en la París de 1891. En ese ámbito dominado por el esnobismo y las convenciones, Gauguin no se siente nada a gusto (y sus obras tampoco terminan de gustar al establishment). El artista intenta convencer a su esposa y a sus cinco hijos de acompañarlo en su exilio, pero se niegan. Solo, en busca de recuperar la pasión por y la pureza de su arte, se instala en Mataiera, un selvático poblado alejado de Papeete, donde sobrevive con lo básico, en la más absoluta austeridad, pasando incluso muchas veces hambre y sufriendo crecientes problemas de salud.

Allí se enamora de Téhura (Tuhei Adams), una lugareña que se convertirá en amante y musa. Cuidada y prolija. Eso es lo mejor que puede decirse de este drama biográfico que en la mayoría de sus pasajes carece de la tensión, la intensidad, los matices y la profundidad que podría esperarse de un acercamiento a una figura de esas dimensiones y en un contexto tan extremo. La belleza de ciertas imágenes y de la música de Warren Ellis (habitual socio de Nick Cave) compensan solo en parte un film que por momentos resulta demasiado elemental y anodino.