Gauchito Gil

Crítica de María Bertoni - Espectadores

Desde 2006, el cine argentino presenta cada cuatro o cinco años un largometraje inspirado en la leyenda de Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez, más conocido como Gauchito Gil. Porque faltan los documentos oficiales que acrediten la historia de este peón rural, cuatrero o mercenario –según varían las versiones– que nació a mediados del siglo XIX y murió ejecutado el 8 de enero de 1878, nuestros realizadores se concentraron en el mito. Tres recrearon la existencia terrenal de este santo pagano: Cristian Jure en Gracias Gauchito, y Ricardo Becher y Tomás Larrinaga en El Gauchito Gil: la sangre inocente. Dos abordaron la devoción de los fieles: Lía Dansker en Antonio Gil y Pablo Valente en El último refugio: Gauchito Gil.

Titulada Gauchito Gil a secas, la producción más reciente se inscribe en el primer grupo. Su autor –Fernando del Castillo– cuenta la leyenda en base a una «libre interpretación» del «saber popular correntino» según consta en los créditos del film. El relato comienza cuando Antonio regresa a sus pagos después de haber combatido en la Guerra de la Triple Alianza o del Paraguay: determinado a vivir en paz y a evitar toda orden de reclutamiento, el ex soldado raso se convierte –bajo la mirada del poder de turno– en subversivo primero y delincuente después.

La película gira en torno a la tensión entre la voluntad de abandonar las violencias típicas de la época y la imposibilidad de hacerlo. Detrás de esa contradicción, asoma aquélla entre la libertad que se arrogan los hombres y el destino que los santos, mártires, mesías deben cumplir.

Del Castillo señala el halo supranatural del protagonista a partir de las observaciones y recomendaciones de una bruja, y de la (legendaria) declaración final del gaucho antes de morir degollado. El realizador correntino sugiere que la simpatía popular obtenida en vida es un adelanto de la devoción que se le profesará durante los siguientes 150 años.

Resulta atinada la elección de locaciones en estancias y parajes de Paso de los Libres, y encomiable el esfuerzo que el puntano Roberto Vallejos y los porteños Claudio Da Passano y Paula Brasca hicieron para imitar el acento regional de sus personajes. Sin embargo es limitada la reconstrucción de las postrimerías del siglo XIX en el noreste argentino, y llama la atención el uso anacrónico de expresiones como «sobredimensionar» y «buscar por cielo y tierra».

Gauchito Gil es, ante todo, una película bien intencionada, que expresa admiración por el hombre retratado y respeto por la tradición de venerarlo. Acaso haya que esperar cuatro o cinco años para saber si ésta es la última semblanza que el cine argentino le dedica al gaucho milagroso o si hay espacio para un homenaje superador, con un poco más de sustancia histórica.