Gabi on the Roof in July

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La remera de The Go-Go’s

Aunque no oculta su aire de familia –el nombre clave que se repite hasta el cansancio para identificar sumariamente a esta película con sus congéneres es mumblecore, esa palabra que designa, acaso, menos un modo de gestión real que una tasa de efectividad, la medida en que las comedias americanas alcanzan un relumbre de modernidad–, Gabi on the Roof in July tal vez represente el eslabón definitivo en la cadena de las comedias mínimas, frugales y misteriosas que constituyen el género. A esta altura esos trazos más bien torpes de los que la película hace gala en realidad ya podrían ser considerados una especie de impostura –el precario arte de decir las cosas a medias, esa caligrafía desafiantemente desmañada, sin hornear del todo: el orgullo esencial del mumblecore. O quizá no se trate exactamente de una impostura sino de una construcción anhelada y buscada, con el efecto siempre en mente, de determinados rasgos de parentezco; como si en el fondo Gabi on the Roof in July llegara un poco tarde al banquete y decidiera simular que lo ignora, tragar la desazón y entrar a la sala con el garbo y la distinción de una criatura indispensable, envuelta en el halo de una soledad depurada y maldita: hablar a medias, balbucear, es en la película un placer secreto, una manera de aprovechar el presente, de intensidad mínima pero irrepetible, como una sucesión de momentos no acumulables –por lo tanto, fragmentos malgastados con un orgullo violento e inconfesable–, piezas sueltas de las que no se puede hacer acopio.

Gabi on the Roof in July parece de a ratos animada por el espíritu del docudrama o alguna clase de experiencia teatral: en ese tiempo que no deja de ser presente de la película, donde cada secuencia está labrada como un bloque lleno de una sorprendente tensión cómica, no es tanto que los actores se acomoden a un concepto de puesta en escena o a un horizonte más o menos organizado de lo que ocurre dentro del plano, sino que es el plano el que parece correr detrás de los actores que se mueven a su aire, como el aficionado que intenta captar imágenes de los participantes de una performance, empujado exclusivamente por un interés de registro documental. Quizá de ahí deriva en parte el modesto resplandor que la película hace pasar por rasgo de estilo: en la conciencia de que todo se pierde y aun así se está dispuesto a no programar, a ignorar el cartelito donde está indicada la fecha de caducidad, salir de picnic, fumar un porro, charlar al calor de amistades dudosas, olvidar a una mujer y conseguirse otra pero después no decidirse del todo y volver a la anterior. También, pensar si mañana se busca trabajo o no –pero dejarlo para mañana, o sea nunca. Con una indolencia casi programática pero desbordante de calidez, la película disemina señas culturales que coexisten unas sobre otras como un palimpsesto –las discusiones en torno al “antiarte” y el arte de galerías, llevadas a cabo con un tono conmovedor (por risible) de “primera vez”, el inexplicable revival de los ochenta (la remera de The Go-Go´s de Gabi)- y de paso postula la ciudad como una corriente de flujos incesantes y una superposición de capas tectónicas sobre la que sus habitantes miran el cielo como animalitos prehistóricos, con pereza, sin preguntarse en qué año están y si no cabe la posibilidad de que en cualquier momento venga un meteorito y los borra de la faz de la tierra: Gabi on the Roof in July no tiene edad porque tampoco tiene futuro.