Fuocoammare

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

El éxodo de los desterrados.

La crisis migratoria que atraviesa Europa es una consecuencia directa de la concentración capitalista a nivel productivo, tecnológico y financiero, un esquema de especulación y estafas superpuestas en el que determinados conglomerados trasnacionales continúan rapiñando las materias primas y recursos energéticos de las repúblicas del Tercer Mundo, dejando migajas en cada país para satisfacer a la cleptocracia gobernante y transfiriendo la riqueza hacia las casas matrices de los potencias imperiales. Las injusticias sociales acentúan los desequilibrios cíclicos -de todo tipo y color- que padecen nuestros países, un panorama que llega hasta niveles terroríficos en África debido a los problemas específicos del continente en lo que respecta a las guerras civiles, religiosas, étnicas y tribales en pos de hacerse con el control de un Estado empardado a la extracción de minerales muy valiosos.

Dentro de una situación por demás compleja y ramificada, Fuocoammare (2016) decide centrarse en la isla de Lampedusa, en Sicilia, una región del sur de Italia que recibe una enorme cantidad de refugiados africanos que navegan el Mediterráneo con botes precarios y el sueño compartido de ser amparados en Europa. El paradójico documental de Gianfranco Rosi adopta los recursos de los trabajos observacionales (tomas fijas, intervención casi nula del realizador y ausencia de locutor en off) para analizar tanto la vida de los isleños como el trágico destino de los migrantes (los cuales provienen de países como Libia, Chad, Nigeria, Somalia, Sudán y también de territorios de Oriente como Siria). Si bien el director nació en África, su visión es -en esencia- eurocéntrica porque en el desarrollo general tiende a privilegiar el devenir de los pescadores locales, prácticamente inalterado por los refugiados.

El título de la película aclara esta comparación odiosa y fuera de lugar, ya que pretende poner en la misma escala el “fuego en el mar” de las guerras europeas de la primera mitad del siglo pasado, esas que dejaron sus marcas en la memoria de los ancianos italianos, y las quemaduras químicas de los africanos durante el espantoso éxodo hacia Lampedusa, producto de la amalgama del combustible, el agua salada y el calor de los motores. Si obviamos esta insensatez ideológica de base (mientras que las guerras interimperialistas de Europa duraron apenas un puñado de años, las masacres y desfalcos en África ya llevan siglos de agonía), se puede leer al documental como un retrato correcto de la magnitud de la crisis migratoria y el costo humano que en concreto trae aparejada. Rosi sigue a un niño de una familia de pescadores y registra los detalles de los operativos de rescate en alta mar.

Otro factor que conspira contra la posibilidad de que el film supere en términos de calidad al promedio de los documentales testimoniales pasa por sus excesivos 114 minutos, un metraje en el que sobra media hora como mínimo. A pesar de que es entendible que el cineasta se decidiese a incluir largas escenas en torno a las familias de Lampedusa como contrapunto de los padecimientos de los africanos, un tono de “clase media rural aburrida” se va colando subrepticiamente en la pantalla, circunstancia que repele un poco por las disparidades históricas anteriormente señaladas (también se suman una complacencia acrítica para con el Estado italiano y la falta de un verdadero seguimiento de la suerte de los refugiados, cuando dejan esos campos en los que son recluidos). Por otra parte, Rosi va mechando con inteligencia distintos momentos “no cronológicos” de la llegada a Italia de los expatriados por el hambre, las enfermedades, la pobreza y los conflictos armados; lo que a su vez culmina -durante el tramo final, consagrado a un rescate propiamente dicho- con un primer contacto en el mar entre las fuerzas europeas y el dolor de los desterrados…