Francotirador

Crítica de Nicolás Prividera - Con los ojos abiertos

Un guerrillero iraquí mata a un niño indefenso taladrándole la cabeza. El soldado Chris Kyle respira aliviado cuando el que tiene en su mira arroja su arma. Pero no le tiembla el pulso cuando debe dispararle a uno (al que su propia madre le da una granada en plena calle…), como en esa primera escena rota por un largo flashback donde se nos expone la moral guerrera: “hay lobos, hay ovejas, y hay guardianes de ovejas”. Ya sabemos a qué está llamado el buen Kyle, y a qué se siente llamado Eastwood al firmar una película como American Sniper, basada en “hechos reales”. Pero no se trata de un desvío en su carrera, y mucho menos una película neutral, tibias defensas que los acríticos ensayan para defender la evidente fe de otra exitosa película de reclutamiento, ya no en el estilo westerniano de Wayne en The Green Berets, claro, sino con el aparente distanciamiento de Bigelow en The Hurt Locker. Pero no se trata de meras elecciones personales, así en la guerra como en el cine.

La película de Eastwood permite ver con claridad aquello que Bigelow intentaba velar: el neo film de guerra como último estadío del héroe quebrado del poswestern. Ese pistolero traumado es la contribución post-Corea y Vietnam al cine bélico: de The Deer Hunter (curiosamente bautizada entonces como la ahora llamada Francotirador) a Saving Private Ryan, pasando por Platoon. Del profético Elias de Stone al profesoral capitán de Spielberg, el cine bélico pasó por el deshielo del western a mediados de los años sesenta. El mismo Eastwood había explicitado esa deriva en Unforgiven, haciendo emerger lo que se perfilaba con en los últimos westerns de Ford y los primeros de Peckinpah. Eastwood parecía alejarse allí del maniqueísmo wayneamo de Heartbreak Ridge, y haberlo enterrado definitivamente en su díptico sobre la segunda guerra mundial (Flags of Our Fathers y Letters from IwoJima), donde echaba una mirada impiadosa sobre la impostura y piadosa sobre los vencidos. Pero entre una y otra estaban también Mystic River y Gran Torino, en las que volvía a primer plano la moral del western más conservador, con su elíptica postulación de la ley del más fuerte.

No se trata sin embargo de una contradicción, y aquí está American Sniper para probarlo: hacia el final de su carrera, Eastwood reúne esas miradas aparentemente divergentes en la misma película, y una se impone claramente sobre la otra (ese es, postulamos, su eje central: la vieja asunción de la necesariedad de la guerra). Mientras todos a su alrededor parecen no terminar de entender su misión (no solo su esposa, sino también ese soldado que según Kyle muere “por dudar”), el American Boy que encarna Bradley Cooper tiene todo claro desde que su padre le enseño la citada frase en la infancia. Así, cada atentado a los Estados Unidos que ve por TV le sirve (como a la película misma) para reafirmar su vocación. Kyle no duda nunca (suda, suspira, pero nunca vacila) como queda claro en la escena donde le dice al psicólogo que lo que lo atormenta no es haber matado sino “no haber salvado más vidas”. A la inversa que en Fury (la otra maquinaria bélica del año), donde se relata el aprendizaje en maquina de matar de alguien que se resiste a la guerra, en American Sniper Kyle no aprende nada: somos nosotros los que, una y otra vez confrontados a su convicción (a su punto de vista, que es el que Eastwood sigue a pie juntillas), terminamos por aceptar su simplista visión sobre ovejas, lobos y buenos guardianes.

Desde ya, American Sniper elude (con la irritada modestia de Kyle) aquello que Fury ni siquiera problematiza (porque nadie discute que se mate a un nazi por la espalda…), pero su justificación moral no es mucho más sutil, como tampoco lo es su retrato del enemigo. Esto no solo se ve claramente en el modo en que deja de lado toda precisión sobre la guerra y ese otro indiferenciado que solo puede ser victima o victimario, sino en el modo mismo en que presenta la silenciosa figura del francotirador iraquí, Némesis de Kyle eliminado limpiamente en un duelo final con música de Morricone. Se trata de la encarnación culposa de la ley del más fuerte: Eastwood nos muestra a quien podría haber sido el protagonista de una película simétrica que nunca veremos, porque el poder de fuego (bélico-cinematográfico) iraquí está muy lejos de Hollywood. Tanto como los blancos anónimos que mueren como en un videojuego. El público que convirtió American Sniper en un éxito en los Estados Unidos lo comprende mejor que la mayoría de los críticos locales, que asumen sin problemas el punto de vista que Eastwood exhibe sin ambages.

No es casual entonces que no haya sido ningún crítico sino Seth Rogen (que no es precisamente Michael Moore…) quien entrevea que “Amerian Sniper recuerda la película de propaganda nazi que Tarantino mostraba en Inglourius basterds”. Lo notable es que muchos pretendan confundir esa ceguera con una supuesta “suspensión del juicio moral” que películas como la de Eastwood presupondrían, como si no fuera más que otra versión de La libertad (simplemente cambiando un hachero en el campo por un soldado en el frente). Lo que demuestra una vez más que no hay nada más ideológico que la presumida pureza “aideológíca” que intentan leer en todo cine (salvo en el que les molesta ideológicamente…), enmascarada con el argumento idealista de que sería posible una mirada despojada de punto de vista. Esa excusa en el puro goce narrativo, que es precisamente el fantasma ideológico que Hollywood ha insuflado al cine desde The Birth of a Nation, haría posible disfrutar de esa misma película (o El triunfo de la voluntad, por poner otro ejemplo problemático) sin estremecimiento, aunque no imagino a ningún crítico defendiendo esa gozosa visión. No se trata de un límite extra-artístico impuesto desde un presunto exterior (cosa que el cine de Hollywood conoce bien), sino de que toda estética implica una ética. Lo contrario es el viejo futurismo fascista de Marinetti y el finísimo filonazismo de Jünger. O, para ser actuales, la renovada propaganda y sus avatares posmodernos.

“Este es el mejor trabajo del mundo”, dice Brad Piit en un repetido dictum de Fury (título jungerianament traducido como Corazones de acero): podría referirse a ser astro de Hollywood, pero en la ficción se refiere a ser soldado y “patearle el culo” a los malos. Con la misma simpleza texana de Kyle, el personaje de Pitt recita que “las ideas son pacíficas pero la historia es violenta”: Esa visión desideologizada de la violencia (inversión de la película de A History of Violence de Cronenberg) es todo lo contrario de la asunción marxiana de la violencia como “partera de la historia”, y se relaciona más con las estetización nazi de la violencia (que Tarantino reproducía literal y ciegamente en Inglourius basterds). No en vano se trata de personajes que ya no pueden defender una versión heroificada de la Historia (como la del cine bélico clásico) y asumen la violencia como redención mesiánica (nada benjaminiana, por cierto): la justificación final del argumento se encuentra en la propia muerte, si bien Eastwood se cuida de mostrarla en pantalla (porque no es un enemigo extraño el que acaba con la vida del buen soldado, sino uno de esos hombres quebrados que él insiste en representar). Se trata del cinismo que bajo la bandera del deber hacia los muertos reivindica la necesidad de la guerra, no de la épica homérica del vencido.

Como dice Hanna Arendt, “es de decisiva importancia que el canto homérico no guarde silencio sobre los vencidos (…) Esta gran imparcialidad de Homero yace en el comienzo de toda historiografía” y “se nos presenta ya claramente dividido en la polis misma entre las competiciones –las únicas ocasiones en que toda Grecia se juntaba para admirar la fuerza desplegada sin violencia– y los debates y discusiones inacabables”. Sería imposible resumir aquí los múltiples argumentos que la filosofa alemana esboza en su inconcluso ¿Qué es la política?, pero recordemos que “es bien sabido que los esfuerzos griegos por transformar la guerra de aniquilación en una guerra política no fueron más allá de esta salvación retrospectiva de los aniquilados que Homero poetizó, y fue esta incapacidad lo que llevó finalmente al derrumbe de las ciudades-estado griegas”. Para Arendt la clave de la política es precisamente la capacidad de incluir al otro, aun no perteneciendo a la misma polis: “Por eso es tan importante que la guerra de Troya, a la que el pueblo romano remontaba su existencia política e histórica, no finalizara a su vez con una aniquilación de los vencidos sino con una alianza y un tratado. (…) Lo que aconteció cuando los descendientes de Troya llegaron a suelo italiano y fundaron Roma fue, ni más ni menos, que la política surgió precisamente allí donde esta tenía su límite para los griegos y acababa, esto es, en el ámbito no entre ciudadanos de igual condición de una ciudad sino entre pueblos extranjeros y desiguales entre sí que solo la lucha había hecho coincidir”. Escrito en plena guerra fría, bajo el temor de la guerra total y definitiva, el texto de Arendt concluía asumiendo que “si las guerras son otra vez de aniquilación, entonces ha desaparecido lo específicamente político de la política exterior desde los romanos, y las relaciones entre los pueblos han ido a parar a aquel espacio desprovisto de ley que destruye al mundo y engendra el desierto. Pues lo aniquilado en este tipo de guerra es mucho más que el mundo del rival vencido: es sobre todo el espacio entre los combatientes y entre los pueblos, espacio que en su totalidad forma nuestro mundo sobre la Tierra”.