Francotirador

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

Calvario

Así como el francotirador del título es apodado “Leyenda” por sus compañeros del ejército, Clint Eastwood posee, hace rato, el bien merecido título de maestro del cine que con cada película nos recuerda la época dorada de Hollywood, siendo el director más clásico de los actuales. Es que el viejo Harry el Sucio entrega auténticas obras maestras, y representa una forma de hacer cine hoy en día en peligro de extinción, que implica la fusión de una mirada sobre el mundo y un estilo propio dentro del mainstream. Porque Clint calibra cuidadosamente su trabajo de artesano, película a película, como si de su antigua Magnum 44 se tratara, y se reinventa a sí mismo como un arqueólogo de los sentimientos más intensos, explorando diversos géneros con la misma precisión narrativa y dramática, sorprendiéndonos año tras año con un nuevo relato, igual de lúcido, clásico y complejo que los anteriores.

Como un gran observador de todas las sociedades y culturas, la misión de Eastwood, jamás es llegar al espectador a través de un discurso político, sino exclusivamente mediante su oficio de cineasta. Una de las grandes cualidades de su cine, quizás la más grande, es la sencillez, y justamente ahí es donde radica su clasicismo: en saber cuando invisibilizarse en la puesta en escena para que la historia pueda ser contada como lo merece. Sus películas pueden estar empapadas de un pesimismo aterrador, evidenciando el lado más oscuro del ser humano y de lo que es capaz de hacer, o exhibirse luminosas y optimistas. Francotirador pertenece al primer grupo, y vuelve a explorar, esta vez, su inquietud por la violencia contenida y los efectos de la guerra dentro de la cabeza del protagonista: qué lo motiva a hacer lo que hace, a seguir adelante, cuáles son sus conflictos internos y qué es lo que lo hace vulnerable, asumiendo todos los riesgos que implica adentrarse en esa tormenta de arena emocional.

Con su trigésima cuarta película como director, Eastwood continúa extendiéndose por la vertiente biográfica de su filmografía. Basada en la autobiografía homónima de Chris Kyle –cazador devenido en cowboy de rodeos y luego en marino estadounidense con entrenamiento de SEAL-, la película inspecciona, física y psicológicamente, a un personaje trastornado, cuyo principal enemigo es la locura. El francotirador más letal de Estados Unidos, interpretado por Bradley Cooper, vive entre dos infiernos: el campo de batalla, donde encuentra satisfecha su adicción por ese trabajo, y la vida doméstica junto a su familia, utilizada como contrapunto de la adrenalina de la guerra. Algo parecido sucedía en Vivir al Límite, gran relato intenso e intimista sobre la guerra como adicción, de Kathryn Bigelow, en el que cada bomba desactivada –o no– era una secuencia en sí misma, con el objetivo de acumular más y más tensión en el espectador, seguida de algunas escenas de alivio. En Francotirador esa lógica no aplica. La razón por la cual no existen escenas que transmitan una sensación de tranquilidad se debe a que todo es observado a través de la visión perturbada del protagonista. De hecho, Chris Kyle es un personaje que nos mantiene siempre en estado de alerta. Incluso en escenas de aparente calma, como la que se encuentra en una situación de recreación con su esposa y sus hijos, esa placidez se ve rápidamente interrumpida con la aparición de un revólver como parte del juego.

Dividida en cuatro bloques, que abarcan las diferentes misiones llevadas a cabo por el SEAL durante su estadía en Irak, la película hace de la acción física algo vital en cada una de sus secuencias: hay tiroteos, persecuciones y explosiones, pero sobre todo hay una puesta en escena tangible en la que puede sentirse el gusto a arena en la boca de Kyle, sus manos ásperas, el agotamiento, las altas temperaturas, su respiración y hasta los olores de cada espacio. A su vez, estamos ante un videojuego en el que cualquier ser humano es contemplado a través de la mira telescópica de su rifle. La cámara, muchas veces al ras del suelo, está siempre al servicio del relato y de no quitarle atención moviéndose más de lo necesario.

Las transiciones de Kyle entre Irak y Estados Unidos están trabajadas desde los colores y las texturas por el gran Tom Stern –director de fotografía habitual de Eastwood desde el 2002 en adelante– para que las escenas en Texas resulten planas a nivel visual, ya que es el centro del conflicto armado y lo que impulsa la película, aquello que con su paleta de verdes y marrones y su pulso dramático nos sumerge de lleno en la cotidianeidad de la guerra, junto con el gran uso del sonido: la banda sonora acompaña la acción de manera muy sutil, y los disparos se funden con la música hasta convertirse en parte de la melodía. El trabajo sonoro responde, en cierta forma, a una especie de locura interior que va progresando en el relato, siguiendo los pasos de lo hecho anteriormente por Walter Murch en Apocalipsis Now.

Eastwood comprende el cine de otra manera, con una sensibilidad y una claridad estética (y ética) que parecieran de otra época, olvidadas o relegadas desde John Ford. Y en la búsqueda de ese equilibrio entre las dos caras de Estados Unidos se encuentra su cine. Con el lirismo de siempre, su última película se centra en el presente caótico de la guerra y no en sus causas.

Sus detractores dirán que es una película reaccionaria, propagandística y nacionalista, pero eso sería hacer una lectura equivocada del film. Francotirador renuncia en todo momento a la comodidad de un discurso didáctico. La clave de esto radica en el personaje de Bradley Cooper, un androide de una contundencia física impresionante y, por momentos, aterradora, que jamás nos termina de caer bien, hasta el punto en que dudamos constantemente de qué es lo que puede llegar a hacer, y nunca podemos asegurar para dónde va a disparar toda esa violencia contenida, que se deja entrever en su mirada y su lenguaje corporal, como una rigidez que pareciera a punto de desatarse en el momento menos esperado. Es más: ese entusiasmo patriótico que muestra la película en un comienzo empieza a volverse cada vez más amargo y violento. Pero en el cine de Eastwood la representación de la violencia nunca es un espectáculo banal, sino que hasta se la filma con algo de pudor: a veces de lejos y, cuando se acerca, lo hace sin regodearse, en planos cortísimos. Haga lo que haga, sus películas se inscriben dentro de la tradición del cine clásico norteamericano, un cine con mayúsculas, del auténtico, del que nos gusta.