Foxcatcher

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Trauma, tragedia y nonfiction

Bennett Miller ya encaró en “El juego de la fortuna” una historia biográfica sobre el mundo de los deportes. Y en “Capote” encaró el período de la vida del escritor en que llevó el nonfiction (“no ficción”, con “A sangre fría”) al altar de la literatura. Así que podemos pensar que a Miller “el nonfiction le sienta bien”.

En “Foxcatcher”, se mueve en un terreno que por momentos remite a “El ganador” de David O. Russell y cita a “El luchador” de Darren Aronofsky. En ese linaje se inscribe, pero le agrega elementos de tragedia shakespereana (hermanos en discordia, sumisión al poderoso) y psicopatóloga moderna (traumas arrastrados desde la infancia).

Oro y gloria

La historia nos ubica en 1987, en la vida de los hermanos Schultz: Mark, campeón olímpico de lucha en los Juegos Olímpicos de 1984, y Dave, también medallista de oro, pero con una familia y una carrera promisoria como entrenador. Dave es mayor, y siempre se ha hecho cargo de Mark, un ser retraído, que en el fondo siempre se ha se sentido a la sombra de su hermano.

Un buen día, el excéntrico (por poner una palabra) millonario John E. du Pont (miembro de una de las familias más ricas de Estados Unidos) convoca a Mark para financiarlo y convertirse en su “mentor”. En realidad, detrás de la creación del “Team Foxcatcher” (equipo bautizado así por la propiedad en la que entrenaba), hay una guerra entre John y su anciana madre Jean du Pont (un pequeño papel honrado por Vanessa Redgrave), que entre otras cosas siempre rechazó la lucha en beneficio de los deportes ecuestres (“Foxcatcher” hace referencia a la cacería de la zorra). Como un rey renacentista, John es un mecenas ególatra que gusta que sus beneficiarios se arrastren ante él.

Las cartas están echadas: los Juegos Olímpicos de Seúl están a la vuelta de la esquina, y el entrenamiento de Dave se vuelve necesario para que Mark tenga chances de besar nuevamente el oro. Los tres protagonistas ya están reunidos en un camino sin retorno hacia la tragedia.

Cambio de registros

Cuando repasamos estas líneas, ya sabemos que el filme tiene cinco nominaciones al Oscar: Director, Actor Protagónico para Steve Carell, Actor Secundario para Mark Ruffalo, Maquillaje y Peluquería para Bill Corso y Dennis Liddiard y Guión Original para E. Max Frye y Dan Futterman.

Estas consideraciones no son casuales: desde las primeras escenas impacta la caracterización de los protagonistas, especialmente la de Carell como John: sus orejas, las manchas en sus manos, la dentadura y la nariz, que lo vuelven casi irreconocible. Pero no sólo por eso: su actuación (y eso es otro mérito de la dirección) se mueve lejos de sus registros habituales de comediante: su John es parco, de expresiones mínimas, capaz de responder con un “ah” sin que se sepan las implicancias de eso, pero dejando intuir que detrás de esa sequedad se ocultan oscuros recovecos.

Lo mismo pasa con Channing Tatum, habitual héroe carilindo de acción: su Mark (más allá de unas peculiares orejas prostéticas) es una criatura huraña, de movimientos simiescos y de una fragilidad emocional que contrasta con su potencia física. Y lo de Ruffalo lo confirma como el gran actor que es: con mucha barba y poco pelo, su Dave es entrador, bonachón y sin dobleces. Es fácil para el espectador empatizar con él, lo que vuelve más triste el devenir de la historia.

Drama visual

La narración visual saca provecho de esa química: siendo la lucha el contexto, hay muchas escenas de contacto físico (desde el primer entrenamiento de los hermanos), desde el deporte mismo a un abrazo o una pelea; la cámara en mano acompaña este tipo de situaciones, al igual que los momentos de soledad. Pero la cámara fija refuerza el estatismo de escenas de conversación, ésas con economía de recursos actorales que se basan en la precisión de los diálogos (como el primer encuentro de Mark y John). Y hay detalles, como la firma de los cheques, con su diferencia de monto y de fecha.

Quizás el último tercio o cuarto del filme parezca a primera vista más difuso en la narración, con la recurrencia de elipsis. Pero recupera precisión en las escenas finales, las que se explayan en lo trágico. Al gusto de Hollywood, habrá pantalla negra con letras blancas que cuenten qué fue de cada uno: los diarios de la época ya quedaron amarillos hace mucho.