Force Majeure: La traición del instinto

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Cuando la naturaleza no se puede controlar

En la vida de las personas a veces ocurre: un hecho fugaz y fortuito dispara los pensamientos hacia alguna verdad hasta entonces semioculta, desviando lo que se tenía por seguro, distrayendo hasta quitar el sueño.
Es lo que les sucede a Ebba y Tomas, dispuestos a pasar junto a sus pequeños hijos unos días de vacaciones en un enorme hotel en los Alpes franceses, hasta que una avalancha que no causa más que un susto pone en evidencia la actitud que ambos adoptan ante el peligro, haciendo tambalear la armonía familiar que, seguramente, venía dañada de antemano. Coproducción entre Francia, Suecia, Noruega y Dinamarca dirigida por Ruben Östlund (Styrsö, Suecia, 1974), ganadora del Premio del Jurado en la sección Un certain regard del último Festival de Cannes, Force majeure se detiene una y otra vez en esa sensación de zozobra con el imponente paisaje nevado como inquietante marco natural, insuflando al melodrama familiar de las tensiones propias de un film de suspenso y aventura.
Película adulta, intensa, discretamente misteriosa, está narrada en forma cronológica y sin flashbacks, siguiendo día a día la estadía del grupo familiar en el lugar en cuestión. Si bien hay dos o tres incidentes en ese centro de esquí (empezando por el ya mencionado desprendimiento de nieve), son los sentimientos en conflicto y las dudas que afloran entre los personajes los elementos que despiertan la atención del espectador. Las miradas de los actores (notables Johannes Kuhnke y Lisa Loven Kongski, además de quienes encarnan a parejas amigas), sus risas nerviosas y sus gestos, son registrados generalmente en planos fijos, a veces con alguno de ellos total o parcialmente fuera de cuadro, alejándose del cómodo plano-contraplano televisivo y poniendo a los espectadores en un rol similar al de un empleado del hotel que suele observar lo que ocurre desde lejos, con curiosidad.
“Tienen todo controlado” se autoconvence Tomas, cuando el desmoronamiento no parece tan inocuo. El film reflexiona, precisamente, acerca de cómo preferimos creer que todo puede estar bajo control hasta que las fuerzas de la naturaleza o del instinto terminan sorprendiéndonos y desestabilizándonos.
Por otra parte, los esquiadores deslizándose silenciosamente y alguna luz lejana en medio de la noche azul aportan una belleza extraña, como si nada allí fuera del todo seguro aunque tampoco demasiado desagradable (tal vez como en el seno de toda familia): por momentos, los personajes parecen muñecos en una enorme maqueta cubierta de telgopor blanco y algodón. Por esa elaborada planificación cubierta con música de Vivaldi podría peligrar la carga emocional del film, pero Östlund sabe cómo lograr verismo o inquietar recurriendo, por ejemplo, a un festejo de cumpleaños en el fondo del cuadro mientras dos parejas dialogan en el bar del hotel, o haciendo aparecer sorpresivamente un juguete volador. Se suman dos o tres situaciones en el tramo final como provechosas codas, agregando piezas al dibujo psicológico de los personajes y, en definitiva, a la discusión. Es que, explorando las relaciones humanas con un dejo irónico pero sin crueldad, Force majeure compromete al debate posterior.
El final recuerda a El discreto encanto de la burguesía (1972, Luis Buñuel), y seguramente no es casual: Force majeure altera con lucidez el espacio confortable del matrimonio burgués y otras certezas.