Force Majeure: La traición del instinto

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Derrumbe frente al espejo

Force majeure parte de una idea simple pero pertinente. Una “familia tipo” cabalmente banal, bien ensamblada, en apariencia sin mayores preocupaciones -podríamos convenir en llamarla feliz- está de vacaciones en una exclusiva zona de esquí de los Alpes suizos. En una de las primeras escenas, un insistente fotógrafo caza-turistas inmoviliza a los protagonistas bajo la luz que baña el paisaje helado. En un inglés balbuceado (nuestros esquiadores son suecos) el hombre dispara indicaciones. La mujer y los dos hijos (uno de cada sexo, faltaba más) están ansiosos por alcanzar las pistas en su primer día en el lugar y no parecen muy convencidos de dejarse retratar; el clima está espléndido, el cielo es de un azul que hiere la vista. El padre acepta la imposición del hombre con la cámara como una pequeña concesión resignada y pone a los miembros de su familia uno al lado del otro. La imagen que conforman frente al camarógrafo es una escalera perfecta, empezando por el marido y terminando en el niño. El director Ruben Östlund parece querer fijar ese orden jerárquico en la cabeza del espectador con el fin de prepararlo para la escena principal de la película. El día transcurre mediante breves secuencias que describen la insignificancia propia de la rutina de unas vacaciones laboriosamente programadas. “Mi marido siempre está trabajando, no tiene un minuto”, le dice la mujer a su confidente en el lobby del hotel, una cuarentona que admite estar casada y con niños como ella, pero que se está tomando unos días lejos de las ataduras familiares en compañía de su joven amante italiano. Incluso durante el descanso, en efecto, el padre de familia yace con el celular sobre el colchón y echa miradas a la pantalla creyendo que su esposa no lo advierte. Esa actividad compulsiva incluso genera un intercambio de bromas entre la pareja. La idea del hombre proveedor requiere la tolerancia de la mujer en esos pequeños desvíos producidos a expensas de la atención diaria a su esposa e hijos.

Un mediodía apacible, de vuelta de una excursión sin mayor emoción, los protagonistas almuerzan en la terraza del restaurante del hotel, frente a un imponente paisaje de picos y laderas cubiertos pacíficamente por un manto compacto de nieve. Un sonido sobresalta entonces a los comensales que se distraen emocionados con una visión panorámica de privilegio: lo que parecía un “alud controlado” se transforma en una tromba de nieve que avanza con enorme estruendo sobre la parte descubierta del hotel. En medio de los gritos y el desconcierto de la gente que intenta protegerse, la madre se agacha con sus pequeños hijos entre brazos y espera lo peor; el padre, por su lado, manotea el celular de la mesa y sale corriendo hacia el frente del plano hasta desaparecer por un costado de la pantalla. El director no corta en ningún momento; la escena parece congelada, atravesada por una nevisca que baña con inocencia las mesas mientras se oyen voces de alivio (no era nada: efectivamente, se trataba de un desprendimiento de una masa de nieve provocado) y se verifican los movimientos de los pasajeros que regresan y entre risas se reacomodan en sus asientos. A medida que el aire se disipa y la visión se aclara, se destaca la figura de nuestro padre de familia, que vuelve a su mesa y se sienta sin decir una palabra. El estremecedor efecto humorístico de la resolución de la secuencia está llamado a producir en el espectador una sensación de derrumbe que flota en el aire como una señal. La siguiente escena muestra a los personajes marchando hacia las pistas en una cinta transportadora. El hombre cierra la fila, un poco rezagado. La mujer va adelante, bufando discretamente; los niños, mudos e implacables.

El gesto de Östlund parece justo, incluso necesario: un hombre demasiado satisfecho de su posición en el mundo ha sido destronado. Pero a la vez queda la impresión de que su ocurrencia es demasiado ramplona. De todas formas, ya es tarde para detener la avalancha, y la narración se acelera a partir de esa escena clave. Al principio, el hombre finge no saber qué pasa; la pareja deja a los niños encerrados y se pone a discutir en el pasillo. Östlund se muestra especialmente inclemente cuando la mujer cuenta lo que pasó en una cena con su amiga y el italiano ocasional. Como es previsible, el trauma contamina sin remedio la relación del matrimonio. Los chicos se enfrascan en sus computadoras y se empeñan en desconocer la autoridad de sus progenitores. El malestar adquiere una forma cómica devastadora frente al espectáculo del hombre despojado de sus atributos de protector de la prole. Östlund filma siempre planos casi neutros, bellos pero sin exagerar, destinados a reforzar el carácter prescindente de su protagonista masculino, que ha perdido la compostura y deambula sin cólera por las escenas, como un animal avejentado.

En otra cena con amigos, esta vez en la habitación de la familia, la mujer vuelve a sacar el tema y el hombre se retira avergonzado y va a echarse en la cama junto a su hijo que ha escuchado el tenor de la discusión y tiene la vista fija en su iPad. Lo notable es que la película elude en todo momento la sordidez: el director controla cada detalle para que el relato avance sin estallidos ni desajustes de tono, como si la naturaleza inevitable del quiebre emocional de los protagonistas se permitiera una cierta elegancia desencantada, incluso la posibilidad de breves bifurcaciones narrativas, como cuando cada integrante del matrimonio sale de común acuerdo a esquiar por su cuenta. Force majeure narra un cuento sin moraleja evidente, en el que la institución familiar parece construida según un esquema basado en relaciones de fuerza consuetudinarias. La potencia ostensible de la película reside en la habilidad de Östlund para guiarnos a través de un campo minado, en el que los personajes se enfrentan al misterio que los define ante la mirada de los demás, pero sobre todo delante de sí mismos.