Fontana, la frontera interior

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Las palabras y las cosas

El Fontana del título es un Mayor no del todo recordado en la historia argentina de los tiempos de la Conquista. Ya durante los primeros minutos, la película lo muestra como un militar atravesado por una evidente pasión humanista: la visión del cuerpo desnudo de una india estaqueada parece hacer flaquear al hombre de armas que hay en él, que debe rehacerse enseguida para no dar un mal ejemplo delante de sus subordinados. Hace soltar a la mujer, a la que le proporciona ropa y alimentos, pero no titubea cuando más tarde se trata de arrasar una aldea que obstaculiza el paso de la tropa. Los planos cercanos del rostro del actor Guillermo Pfening durante el combate señalan el conflicto ideológico del personaje y los diálogos se encargan de subrayarlo: “Usted no parece un militar sino un naturalista, Mayor”, le dice uno por ahí. La voz en off del protagonista recita por su parte fragmentos extraídos de los diarios de Fontana, que dan cuenta de un berretín literario muy acorde con la época y, de paso, le aportan al personaje el necesario espíritu ilustrado que justifique adecuadamente su condición de hombre que siempre duda. Hasta el mismísimo Lucio Mansilla, lee en una escena el comienzo de un informe redactado por Fontana y elogia calurosamente su prosa.

En su segunda mitad, la película encuentra a su protagonista lidiando con la comunidad galesa establecida en el sur argentino. Fontana aprende palabras en galés para ganarse la confianza de la gente y el espectador ve con claridad el esquema donde una situación replica la anterior: Fontana es en realidad un hombre de ciencia vestido con uniforme, se nos remacha, un erudito que hace valer la palabra por sobre la fuerza para conseguir sus objetivos, que no dejan de ser aquellos excelsos de marcar fronteras para afianzar la Nación. Desde el título, la película de Juan Bautista Stagnaro postula la intención que las imágenes se encargan de ilustrar del modo más sumario posible. Al director no parece interesarle la particularidad del personaje sino más bien la excusa que este le brinda para una idea moderna sobre la construcción de la Argentina, esa improbable entelequia que los aborígenes desconocen y los colonos galeses rechazan con recelo. Así y todo, las peripecias de Fontana se siguen como un suspiro por paisajes bellamente escogidos y fotografiados, con sus actores ajustados y el fluir preciso de sus planos, en lo que parece una marca más del carácter rutinario de la película. Las esforzadas piruetas de Pfening, los cielos deslumbrantes y la convincente reconstrucción escenográfica de soldados, indios y galeses están para otra cosa: Fontana, la frontera interior constituye un ejercicio literario de cine en el que la acción física no es nada en sí misma sino que funciona a manera de decorado subrepticiamente melancólico, material sobrante respecto de una idea establecida de antemano a la que el diálogo y la voz en off parecen prestar su verdadera entidad.