Flores de ruina

Crítica de Horacio Bilbao - Clarín

Raras ancianas de pueblo

Con algunos ajustes en el guión y los diálogos la película lograría ponerse a la altura de la atmósfera que genera, su mayor logro.

“Ramírez, el campo es nuestro”, se escucha en off en la primera escena. Y aparece una pala ensangrentada. Y la presencia intimidante de tres mujeres mayores, que en otro ámbito provocarían, tal vez, ternura o compasión. Viven en el campo, manejan una Chevrolet Apache, hablan de comidas, se clavan uno que otro licor por las noches pero no tienen plata ni para hacer servilletas mientras aspiran a mantener cierto aire aristocrático.

Las tres mujeres son el motor de Flores de ruina, la nueva película que los prolíficos Julio Midú y Fabio Junco, a través de su elogiable Fundación Cine con Vecinos, traen a las salas. La confirmación de una manera de hacer cine que ya lleva 25 largometrajes nacidos de su lugar en el mundo, Saladillo.

Volvamos a la película, una comedia negra que apuesta a la bien lograda atmósfera que generan estas tres veteranas de armas tomar (Nélida Augustoni, René Regina y la actriz Ellen Wolf). Habitantes de un pueblo conmocionado por la apertura de El cacharro, un garito donde pasa de todo, ellas están a la altura de las circunstancias. Andan a los tiros, en este páramo que cambió mucho, donde proliferan los ajustes de cuentas, y donde indefectiblemente se toparán con el malandra más buscado del lugar. Juegos de intrigas, necesidades mutuas, apariencias que engañan, en una trama donde hay muertes, mucha pala y entierros al por mayor para guardar las apariencias.

Sin cuestionar el dignísimo trabajo de los vecinos, por momentos hay giros previsibles en el guión y algunos diálogos inconsistentes. Esto se explica por el modo de trabajo de los directores / guionistas, que por lo general liberan a estos actores no actores para que armen los diálogos con sus propias palabras. La espontaneidad gana en frescura, pero a veces atenta contra la solidez narrativa. Y en el caso de Flores de ruina, se produce una excesiva teatralización de algunas escenas, que por otro lado es clave para la atmósfera que busca transmitir la película. El avance formidable en la calidad fílmica de Midú y Juncos, a esta altura de su carrera, amerita estas exigencias. Más allá de esta historia encerrada que confirma el dicho de pueblo chico infierno grande y nos recuerda que la ancianidad no siempre es sinónimo de ternura.