Fango

Crítica de Juan E. Tranier - La mirada indiscreta

La mugre y la furia

El Brujo camina algo contrariado, abrumado por los recientes acontecimientos de su vida, y se detiene frente a un caballo que yace en estado de putrefacción en plena calle de tierra. Lo mira a los ojos y puede ver en esos ojos animales en descomposición algún tipo de mal augurio. Los caminos que él y Nadia han tomado van en diferentes direcciones y están a punto de entrar en una inevitable colisión. Es que en este espacio inhóspito (el segundo cordón urbano de la provincia de Buenos Aires, en zona sur), los sujetos que por allí deambulan parecen librados a su propia suerte. Y, sin la posibilidad de poder reconciliar esas diferencias que los separan, las criaturas del universo de José Celestino Campusano siempre parecen estar resignadas a entregarse a destinos trágicos, violentos.

Atacar al cine de Campusano por el lado de lo poco creíble de los diálogos, o de la poca preparación de sus actores (Campusano suele utilizar actores no-profesionales, locales), es quedarse corto o no entender que esa misma falencia constituye una parte central en su obra. Casi como un tratado antropológico o sociológico en una obra que, película a película, ha ido conformando un corpus visceral, indomable y poco complaciente. Pero, no por eso, menos urgente, atendible y admirable. En el límite entre lo rural y lo urbano es por donde se mueven El Brujo y El Indio, dos veteranos de las huestes del metal que intentarán plasmar, de una vez y para siempre, ese anhelo de realización musical en un proyecto que combine heavy trash y tango llamado Fango. Ese límite geográfico también demarca la diferencia entre lo salvaje y lo civilizado, entre lo racional y lo pulsional, entre lo exótico y lo cotidiano; donde lo que se respira a diario es tensión, como si de una olla a presión se tratara. Porque Fango no es otra cosa más que un western, con sus antihéroes solitarios (atípicos, por supuesto), errantes, en busca de una paz que no hallarán en un espacio donde la ausencia de instituciones de cualquier tipo da lugar a rivalidades, encumbramientos y el despertar de lo reprimido. El Brujo debe lidiar con el secuestro de su mujer, tejiendo alianzas con seres de una moral por demás cuestionables, y Nadia, la secuestradora, debe lidiar con sus propios demonios y códigos, aferrándose a su propia idea de justicia. Y ambos, intentando hacer las cosas bien, no harán más que chocar, en un ineludible enfrentamiento final.

Las imperfecciones del cine de Campusano (todas esas objeciones que los críticos bienpensantes insisten en remarcar: la no-profesionalidad de sus actores, sus diálogos rimbombantes, sus encuadres desprolijos) son, justamente, todo lo contrario: son una marca de estilo, decisiones estéticas que definen su forma de ver el mundo: perentoria y, por sobre todas las cosas, personal. Porque Campusano entiende que no hay otra manera de contar estas historias si no es embarrándose, metiéndose a fondo y comprometiéndose. Por ende, su lógica de trabajo es coherente y es, al mismo tiempo, una toma de posición política, dándole voz y cuerpo a los marginales, a los descastados, a los desplazados del sistema. Exigiéndole al espectador que no se acomode en la butaca sino, más bien, que esté listo para sumarse a ese mundo sucio e indómito. Un mundo que puede escupirle en la cara a su interlocutor, o bien brindarle una áspera caricia.