Fango

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Una emoción precaria

Campusano tiene un secreto. A menudo el espectador de cine tiene un deseo, que es el de recuperar la felicidad perdida. Ese momento único en que el espectador y la pantalla se enfrentan, cara a cara, como si lo hicieran por primera vez: miramos ese rectángulo donde tiemblan luces y sombras, pero la sucesión de imágenes nos mira también, como integrantes de una familia perdida, que no puede menos que vibrar – incluso incesantemente- para llamar la atención sobre su existencia pero, además, para recordarnos nuestro estado de indefensión gozosa, ahí del otro lado, en la parte oscura de la sala. La felicidad del cine de Campusano proviene de ese encuentro en el que nos vemos dulcemente amenazados, a merced de un golpe de suerte; un ecosistema precario donde las partes se vuelven solidarias: el deseo nunca abiertamente formulado del espectador y la prepotencia del plano (que está ahí para imponérsenos a toda costa); la expectativa incierta del espectador versus lo que está allí con el propósito de exhibirse pero que puede guardar un resto de pudor sorpresivo. Nada menos que un mundo delante de nuestros ojos, que se nos acerca y nos reclama, del mismo modo que reclamamos el derecho a perdernos, ver imágenes para fundirnos, atravesar la pantalla, ser parte de lo que nos mira. Para volvernos a hacer mirar el cine como si no estuviéramos acostumbrados de sobra a sus trucos, su agenda, su dispensario de gestos, Campusano parece empezar siempre de nuevo. Uno de sus secretos es no andar con cuidado, ni andar discretamente. Imprimir imágenes como si se golpeara sobre una superficie metálica con una maza: para hacer ruido, para captar toda nuestra atención, para hacer salir fantasmas, fragmentos de historias olvidadas que parecen inventarse de nuevo, adquirir vida por primera vez. Fango tiene lugar en una zona del conurbano donde todo parece achatarse, las casas ralearse o volverse construcciones informes, derruidas, galpones, aguantaderos. La morfología del paisaje podría funcionar como espejo de la dramaturgia de la película. Fango es una historia de lealtades que no alcanzan, que se rompen o que terminan en desastre. Dos amigos buscan gente para formar una banda de rock (ellos la llaman de “heavy tango”), cuya figura central deberá ser un viejo bandoneonista retirado al que intentan convencer de la viabilidad del proyecto. Por otro lado, dos chicas secuestran, para castigarla, a una mujer que tiene amoríos con el marido de la prima de una de ellas. La amante resulta ser la esposa de uno de los amigos músicos, que mientras trata de armar el grupo se junta con unos tipos pesados para recuperarla. Como se puede ver, en Fango pasan un montón de cosas: el director se las arregla para amalgamar esas líneas paralelas destinadas a juntarse mediante un tono de melodrama que se impone por encima de los atisbos de género derivados con naturalidad de su película Vikingo. Los personajes de Campusano no le deben nada al cine que se ve todos los días, ni a la televisión, ni a la sociología. En realidad están solos; su orgullo es su fuerza, así como la necesidad de establecer lazos de afecto los distingue con el brillo de una ternura violenta, casi sobrehumana. En Fango estamos en tierra yerma; no hay nada, por lo tanto todo es posible. El director puede entonces dedicarse a crear un mundo. Un modo de hablar, de pelear con un cuchillo o un pedazo de lata (todos conmovedores, aunque a veces den miedo); un modo de ejercer la amistad, el amor, el deseo, la devoción o incluso la nostalgia. Campusano ha comprendido desde el minuto uno que el cine es una cosa seria. Más que una técnica o una veleidad, una manera de sostener, contra todo obstáculo, cierta clase depurada de emoción por la precariedad de la vida y la capacidad de las imágenes para dar cuenta de ella. Fango nos devuelve a los espectadores ávidos una alegría extraña, que contrasta con el andar de esas almas solitarias que atraviesan los planos de la película, siempre orgullosas y sufridas. Esa alegría es la de saber que podemos renovarnos en tanto espectadores: mirar desde el principio, como si aprendiéramos todo de nuevo.