Familia

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Familia": la fraternidad de los solitarios

Con una pata en la ficción y otra en el documental, el film pone el foco en una sucesión de escenas familiares en las que se manifiesta tanto el tedio como el cariño. 

Hace poco más de cincuenta años se popularizó un estilo de reportaje en el que el periodista, en lugar de limitarse a narrar lo acontecido desde una distanciada tercera persona, se involucraba directamente en los hechos, llegando incluso a interferir en su desarrollo. Los artículos de ese subgénero, conocido como “periodismo gonzo”, se caracterizan hasta hoy por exudar cercanía y crudeza, por atender tanto al texto como al subtexto y, sobre todo, por esfumar toda frontera entre subjetividad y objetividad abordando lo real a través de recursos propios de la ficción. Edgardo Castro no es periodista sino actor, director y escritor. Pero no uno cualquiera, sino uno que se entrega íntegro a sus trabajos, que pone el cuerpo y su propia experiencia al servicio de sus trabajos: un artista gonzo. Así lo había demostrado en La noche, en la que, basándose en sus notas personales, registraba el tour de force de un hombre –interpretado por él mismo– durante sus rondas sexuales por bares, hoteles alojamientos y boliches porteños. Y así lo hace ahora en Familia, aunque con una tonalidad mucho menos oscura, menos sórdida.

Estrenada en la Competencia Argentina del último Bafici, el segundo largo como realizador de Castro arranca con un largo plano fijo que muestra al protagonista (Castro, por supuesto) cortándose el pelo, para luego embarcarse en un largo viaje cuyo destino al principio el espectador desconoce. Con un tempo propio de la primera etapa del llamado Nuevo Cine Argentino, la primera parte del film lo muestra atravesando una buena porción del país a bordo de un auto, con escalas en un santuario del Gauchito Gil, un barcito a la vera de la ruta y un hotel para pasar la noche, todo con una parsimonia evidente en sus movimientos, como si ese hombre en el fondo estuviera disfrutando la intimidad absoluta. Recién sobre el primer tercio del metraje queda claro que el destino final es la casa de Comodoro Rivadavia donde viven sus padres con su hermana. Padres y hermana que son, desde ya, los padres y la hermana de Castro, subrayando así el carácter bicéfalo de un relato con una pata en la ficción y otra en el documental.

“¿Me despertás cuando se levante mamá?”, le dice a su hermana apenas llega, en lo que es todo el diálogo entre ambos luego de un buen tiempo sin verse. La comunicación tampoco es muy fluida con mamá y papá básicamente porque ellos están enfrascados en ese mundo hogareño asfixiante del que nunca salen. Es una rutina puertas adentro que arranca pasado el mediodía y que consiste en, básicamente, sentarse a la mesa a la hora de la comida y no mucho más. Por fuera de eso, el único interés de la madre es jugar con el celular y ver la novela El sultán, de la que comparte hasta el detalle argumental más ínfimo con su hijo. A Castro no le importa pero no lo dice, en un solapado gesto de cariño. Mientras tanto, papá –siempre en cuero, siempre sordo– se divierte consumiendo irónicamente el contenido de los noticieros. Esa tele siempre prendida es, pues, el síntoma más evidente de las dificultades comunicativas del clan.

A Castro le interesan los universos poblados por seres solitarios aun cuando estén en compañía. Sus personajes son hombres y mujeres ensimismados, rotos, que comparten su tiempo menos por deseo que por obligación. La escenas familiares dibujan una dinámica basada en la sucesión de acciones autómatas. Lo mismo pasaba en La noche, donde Castro practicaba sexo oral con un apremio maquinal, preocupándose menos por el goce que por la aplicación perfecta de su técnica. El gran mérito del realizador es el despliegue del complejo entramado interno de sus criaturas a través de esos rituales en principio vaciados de emocionalidad: si en su película anterior el sexo era el canal para exteriorizar un estado de desamparo absoluto, de necesidad de amor y cariño, aquí los silencios en la mesa y la distancia entre los cuatro personajes desprenden una sensación de tedio y abulia. Pero nunca desesperanza, pues Castro les reserva a todos –incluido él– un desenlace luminoso, atravesado por la fraternidad y el cariño.