Están todos bien

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Familia rota, familia unida

No hace falta decir que cuando se trata de remakes norteamericanas de películas europeas se corre con la desventaja del aggiornamiento de las temáticas a la idiosincrasia del pueblo del tío Sam. No obstante, hecha la advertencia, el acercamiento al original siempre queda como asignatura pendiente y uno se queda con la cáscara de algo que de por sí debería ser más profundo e interesante. Ese es el caso de aquella película de Giuseppe Tornatore Stanno tutti bene (1990), protagonizada por Marcello Mastroianni, quien encarnaba a Mateo Scuro, un padre en el último tramo de su vida que tras quedar viudo decide cruzar de Sicilia a distintos puntos de Italia para visitar a sus cuatro hijos con quienes nunca pudo mantener una relación fluida. Así planteada como road movie, el director de Cinema Paradiso iba desmontando, a partir del punto de vista de Mateo, una red de secretos y mentiras que cada uno de los hijos iba sosteniendo a fin de evitar contarle y mostrarle a su progenitor una cruda y triste realidad. Todo ello en el trasfondo de una atmósfera oscura y cínica que se resignificaba con el título del film.

Podría decirse que la columna vertebral del relato de Tornatore le vino como anillo al dedo al director y guionista Kirk Jones para contar una historia de recomposición de lazos familiares, encaminada al rescate de valores en una época donde todo parece fragmentado, disgregado y fracturado no sólo por las crisis sociales sino por los cambios de paradigmas culturales que ponen en jaque la estructura de la familia nuclear como parte de la base de una comunidad. No es casualidad, entonces, que el personaje de Robert De Niro haya trabajado en su juventud -y durante casi toda su vida- en la fabricación del cableado telefónico cubriendo con PVC los alambres de cobre y jactándose de haber alcanzado una cifra récord para el sostén y confort de su esposa y cuatro hijos. Es precisamente la falta de comunicación con ellos el eje central de la historia y el sacrificio paterno para que cada uno consiguiera realizarse y ser feliz. Los hijos de David son quienes, tras la reciente muerte de su madre, parecen haberse olvidado de aquél, justificándose siempre con excusas para evitar un reencuentro.

Es por ese motivo que David Goode (De Niro) toma la decisión de caerles por sorpresa a cada uno de ellos. De este modo se desplaza en un largo viaje que lo llevará primero a Manhattan en busca de su hijo predilecto, David. Luego pasará por Chicago para encontrarse con Amy (Kate Beckinsale), la publicista que tras la inesperada llegada de su padre no puede ocultar su crisis conyugal. Después llegará el turno de arribar a Denver, lugar en el que Robert (Sam Rockwell) ensaya con una orquesta municipal y se encarga de tocar los timbales en vez de dirigirla, tal como su padre lo imaginaba. Finalmente terminará su periplo en Las Vegas -sufriendo un contratiempo clave para la historia- a ver a su hija Rosie (Drew Barrimore), quien se supone es una bailarina prestigiosa que ha logrado una carrera muy importante.

Con cada uno de ellos intentará mantener un diálogo franco pero siempre con la intuición de que ninguno le transmite sinceridad y confianza hasta el punto de preguntarse realmente quiénes son ellos y cómo lo ven a él. Pero lo más importante nunca se concreta porque David Jr., el predilecto, el artista, ha desaparecido de la faz de la tierra y cierto presagio de tragedia gira en torno a su ausencia.

Planteada como una road movie en donde cada parada simbólicamente responde a la recomposición de una cadena de afectos familiares, el realizador Kirk Jones logra un relato que si bien no presenta dobleces en la construcción dramática tampoco se aleja de las fórmulas más conocidas, siempre amparándose en la correcta actuación de De Niro y un elenco de nombres convocantes para seducir al gran público.

Sin embargo, esos méritos se ven empañados por una poco lúcida idea de puesta en escena con fines de pretexto confesional para ir revelando aquellas mentiras; así como la redundancia de recursos visuales, entre ellos aquel de mostrar a los hijos cuando eran pequeños en cada reencuentro de David. Por eso, lejos de la opacidad que atravesaba al film de Tornatore, esta versión edulcorada con sello norteamericano se guarda para los minutos finales la impronta aleccionadora, complaciente y aliviadora comprobando que la sola excusa de hacer remakes obedece a la mera especulación comercial.