Están todos bien

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

Remake tan edulcorada como innecesaria

Están todos bien adapta el clásico de Giuseppe Tornatore

Habrá excepciones a la regla, pero la costumbre hollywoodense de reciclar toda clase de producciones europeas suele llevarnos casi invariablemente a reconocer que, en estos casos, siempre es mejor regresar a las fuentes originarias.

Casi dos décadas separan a Matteo Scuro, aquel vital y entrañable jubilado siciliano que emprendía una travesía para reencontrarse con sus cinco hijos dispersos por toda Italia, de Frank Goode, un típico norteamericano de los suburbios para quien romper al menos por un día con la diáspora familiar (en este caso los hijos son cuatro) ayudará a mitigar sus penas: acaba de enviudar y su salud está resquebrajada por los materiales nocivos que inhaló durante largos años de trabajo en una fábrica de cables.

Pero la distancia se hace aún mayor si comparamos la genuina melancolía que rezumaban el film de Giuseppe Tornatore y su personaje central (a quien Marcello Mastroianni le aportaba conmovedora expresividad) con la calculada acumulación de golpes de efecto que va mostrando esta remake.

Estéril

No hace falta más que ver a Goode (un De Niro que se esfuerza estérilmente por escapar a sus tics y guiños más conocidos), al principio del relato, recibiendo recomendaciones del médico sobre la inconveniencia de exponerse demasiado a cierta clase de esfuerzos. Más adelante, el guión pondrá en juego al personaje en una situación que parece armada para provocar un efecto emotivo más prefabricado que genuino.

Lo mismo ocurre con el vínculo que se plantea entre Goode y cada uno de sus hijos. Una sucesión de equívocos, suposiciones y malentendidos que alcanza su clímax en la incógnita sobre el paradero de David, el hijo predilecto, que pinta cuadros en Nueva York. Aquí se plantea un juego de secretos y mentiras entre el padre y los hermanos, que el film remata a través de un giro forzado que coloca arbitrariamente al protagonista en un lugar bien diferente del que ocupaba hasta allí.

Esa sucesión de giros, tan rebuscados como las vueltas que se ve obligado a hacer Goode durante el viaje, dejan de lado lo más atractivo que podía ofrecer la historia. Ni las preguntas sobre el valor de los lazos familiares, el paso del tiempo y el sentido de un viaje (reemplazados por clisés) ni una indagación profunda del alma del protagonista. Temas que parecen ajenos a las inquietudes del británico Kirk Jones, un realizador que no parece estar muy cómodo en un territorio melodramático tan ajeno a sus elogiadas -y vivaces- películas anteriores: las deliciosas El divino Ned y Nanny McPhee, la nana mágica.

Ese camino apenas se insinúa a través del encuentro entre Frank y su hijo músico (el siempre admirable Sam Rockwell) y un fugaz diálogo entre el protagonista y una camionera (Melissa Leo, desaprovechada). Lo que sugieren esos momentos aislados termina desaprovechado en medio de un acentuado afán moralizador y situaciones de previsible sentimentalismo que podrán agobiar o tranquilizar al espectador, pero difícilmente lo conmuevan.