Estafadoras de Wall Street

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Estafadoras de Wall Street": cuidado con las curvas

Nuevo exponente de un cine de “empoderamiento” en Hollywood, la comedia de Lorene Scafaria no necesita levantar el dedo para hacer cine político.

La última escena de Estafadoras de Wall Street tiene a cuatro mujeres bailando sobre el escenario de un club de stripers neoyorquino. Que ese grupo esté integrado por una latina, una asiática, una negra y una caucásica enciende las luces de alerta: otra vez Hollywood izando la bandera de la corrección política, haciendo un llamado a la conciliación tan obvio como reiterativo. Pero en la película de Lorene Scafaria (responsable deBuscando un amigo para el fin del mundo y del guion de Nick and Norah's Infinite Playlist) esa corrección es menos una conclusión que un punto de partida, algo a problematizar antes que a abrazar de manera incondicional. El cuarteto se fue conformando en ese club que vio pasar a la crème de la crème de Wall Street, es decir, a tipos que en cada día llevaban a sus cuentas miles de dólares de trabajadores incrédulos que habían confiado en ellos para salvaguardar sus ahorros. Billetes que estos hombres gastan en chicas que se frotan en sus regazos. Mientras más dure ese frote, mientras más caliente terminen los brokers, mejor. “Hay que sacarle el jugo al tiempo, no a los pitos”, dice Ramona (una Jennifer Lopez inesperadamente perfecta, firme candidata para la temporada de premios).

Pero todo esto ocurre antes de septiembre de 2008, cuando la explosión de la burbuja inmobiliaria dejó al borde del colapso al sistema financiero mundial y a los habitués del club, más preocupados por evitar la cárcel que por entregarse al goce de las carnes ajenas. En medio de esa crisis –económica, pero también social– transcurre este inesperado éxito comercial de la cartelera otoñal norteamericana (costó 20 millones de dólares y lleva recaudados más de 140). ¿De dónde proviene ese éxito? La razón más evidente es que se trata de un nuevo exponente de un cine de “empoderamiento” (Jefa por accidente, también con JLo, es otro eslabón de esa cadena) centrado en mujeres fuertes que libran una batalla contra un sistema dominado por hombres. Pero también puede atribuirse a que ese tema aparece enmarcado en un ámbito laboral no marginal pero sí de enorme precariedad. Uno donde el sometimiento físico –el trabajo es, básicamente, hacer lo que sea para complacer al cliente– y psicológico es la regla, y donde el ninguneo y la objetivación del cuerpo están a la orden del día. De allí, entonces, que aquí nadie aspire a un sillón ejecutivo o una oficina en un piso alto, apenas a un bienestar económico para sustentarse sin problemas.

Inspirado en un artículo de Jessica Pressler publicado en New York Magazine en 2015, la película arranca con los preparativos y el primer número de baile de Destiny (Constance Wu, vista el año pasado en otro hitazo comercial que fue la comedia romántica Locamente millonarios) filmados en un plano secuencia tan elegante como pertinente. Ella es quien presta sus ojos para el punto de vista del relato y, por lo tanto, todo es asombro y ajenidad ante una dinámica con sus reglas y códigos propios. Difícil que sin experiencia Destiny pueda recaudar lo mismo que quienes patean escenarios hace años y tienen clientes fijos. Un puchito en la terraza con Ramona será el principio de una relación en principio comercial –el combo latina pulposa + asiática toqueteándose es de los preferidos de los brokers-, luego amistosa, más tarde maternal y finalmente delictiva.

Con Showgirls, Magic Mike y La gran apuesta como referencias lejanas, Estafadoras… es una película política que no necesita levantar el dedo para decir lo que quiere decir, sino que lo entronca a una amable fábula proletaria no exenta de momentos de alta comicidad. Como aquél en el que las chicas se dan cuenta que si los clientes no vienen a ellas, ellas tienen que ir a los clientes. Allí se arma el grupo encabezado por Ramona cuya operatoria consiste en seducir a ricos en un bar, drogarlos lo suficiente como para que entreguen la tarjeta pero no al punto que no puedan firmar, y reventarle el plástico. Vendrán los consabidos altibajos en el grupo, las idas y vueltas de una Destiny que, a diferencia de Ramona, siente que todo tiene un límite. Un límite impuesto no por la película, que jamás levanta el dedo acusador, sino por ella misma. Porque, como le dice a esa periodista interpretada por Julia Stiles que años después intenta reconstruir la historia, lo importante es comprender los hechos en su contexto. Una máxima perfectamente aplicable a la vida por fuera de la pantalla.