Espiral: El juego del miedo continúa

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Limpieza ética policial

En Espiral (Spiral: From the Book of Saw, 2021) conviven dos tendencias un tanto mucho antagónicas que no terminan de desarrollarse de manera separada ni mucho menos en conjunto: por un lado está la idea de ser fiel a la saga que comenzó con la cada día más lejana El Juego del Miedo (Saw, 2004), de James Wan, aunque no específicamente fiel a aquel eslabón primerizo, consagrado a una colección de muertes brutales y justicieras, el suspenso de entorno cerrado y esa estructura dramática de Eran Diez Indiecitos (Ten Little Indians, 1939), de Agatha Christie, sino a la querencia de las secuelas de ir dejando cada vez más espacio dentro del relato a la investigación policial estándar alrededor de la captura del psicópata, Jigsaw (Tobin Bell), y su socio circunstancial según el eslabón considerado, y por el otro lado tenemos la intención de renovar el asunto mediante una temática nueva de por sí muy interesante e inusual dentro del mainstream proinstitucional y conservador del presente, léase la corrupción policial enquistada en las grandes metrópolis, y a través de la insólita presencia de un actor cómico de larga data como Chris Rock en el rol protagónico, incluso gozando de un crédito como productor ejecutivo y habiendo supervisado el guión.

Hay que sincerarse en lo que respecta a la franquicia y decir que la única gran película del lote es aquella primera de Wan ya que del pelotón de continuaciones sólo valen la pena en serio las segunda y tercera partes, ambas dirigidas por Darren Lynn Bousman, señor que también se encargó del cuarto film, en términos prácticos el primero que entró en piloto automático y generó una andanada de trabajos más o menos dignos pero olvidables, casi todos escritos para el fandom por Patrick Melton y Marcus Dunstan, gran dupla creativa también responsable de las prodigiosas The Collector (2009), The Collection (2012) y The Neighbor (2016). El Juego del Miedo 3D (Saw 3D, 2010), de Kevin Greutert, fue un cierre potable para la saga y la tardía Jigsaw (2017), de Michael y Peter Spierig, un intento ameno de reavivar el fuego, lo que nos deja con Espiral, un noveno eslabón que no se decide entre secuela o spin-off debido a que se hace referencia a las andanzas del vengador pero se opta por el ardid narrativo del imitador, algo con lo que se había coqueteado largo y tendido en capítulos previos vía la figura de los discípulos del personaje de Bell, en suma cómplices que seguían los mandatos del justiciero hasta el absurdo porque falleció en la tercera parte.

Zeke Banks (Rock) es un detective al que sus compañeros detestan gracias a que denunció el asesinato de un testigo de las muchas tropelías de la fuerza cometido por su compañero, Peter Dunleavy (Patrick McManus), colegas que lo dejaron solo en una peligrosa misión en la que recibió un balazo a pesar de ser el hijo del otrora jefe de policía, Marcus (Samuel L. Jackson). Por supuesto que aquí le asignan a un novato como cofrade, William Schenk (Max Minghella), y se transforma en el eje de la obsesión de un homicida que ajusticia a uniformados corruptos y le envía partes de los cuerpos de las víctimas como ejemplos de lo que le sucederá a los ladrones, verdugos y extorsionadores dentro de la fuerza, permitiendo así nuevas secuencias truculentas y eficaces de lenguas y dedos arrancados, piel extraída con meticulosidad, quemaduras, vidrio símil misiles y hasta extracción paulatina de sangre hasta el debilitamiento extremo. El guión de Josh Stolberg y Pete Goldfinger, los mismos de Jigsaw, respeta todos los clichés del policial negro en materia del retrato de los oficiales: Banks es divorciado, casi ni ve a su hijo, tiene una relación distante con su padre jubilado a pesar de ser colegas y se involucra personalmente en el caso no sólo porque el homicida lo presiona sino porque reventó a su mejor amigo y colega, Marv Bozwick (Dan Petronijevic).

Rock no puede con su genio e incluye unos chistes fuera de lugar en el principio del relato antes de volcar el asunto hacia esa entonación amarga dominante en la franquicia y sin ser maravillosa su actuación, hay que reconocer que el intérprete no pasa vergüenza aunque tampoco logra una metamorfosis profesional semejante a la de su evidente modelo, el Eddie Murphy de los 80 cuyo talento le permitía saltar de la comedia al drama y viceversa. Sin embargo el verdadero problema del film, el que genera su quid mediocre y anodino, es la incapacidad de Bousman a la hora de inyectable garra al convite o disimular el hecho de que la infaltable “vuelta de tuerca” se ve venir a kilómetros a la distancia en lo que atañe a la identidad del asesino en serie, director que por cierto no consigue redondear una película realmente atractiva desde -precisamente- sus intervenciones de antaño en la saga de El Juego del Miedo y aquella remake del 2010 de El Día de la Madre (Mother’s Day, 1980), de Charles Kaufman, honestamente su única obra potable por fuera de la serie de films que nos ocupa: pensemos que tanto 11-11-11 (2011) y The Barrens (2012) como Abattoir (2016), St. Agatha (2018) y Death of Me (2020) resultaron en verdad desastrosas, amén de sus simpáticas -aunque no mucho más- colaboraciones con el guionista Terrance Zdunich en una trilogía de musicales freaks de horror, Repo! The Genetic Opera (2008), The Devil’s Carnival (2012) y Alleluia! The Devil’s Carnival (2016). Más allá de la corrección política de incluir a una mujer joven y encima latina como improbable jefa de la fuerza, la Capitana Angie Garza (Marisol Nichols), lo que después se explica por la corrupción institucional, como decíamos antes Espiral falla en su pretensión de ser fiel al formato porque exacerba aún más el camino que nos aleja del encierro del pasado y que vincula a la faena con el film noir versión hollywoodense contemporánea y con el cine de acción de la década del 80, ya sin ideas novedosas y reciclando latiguillos de antaño que no reciben adaptación alguna a nuestra época, y asimismo fracasa en lo referido a construirle un adversario real al adalid de las tribulaciones macabras de los juegos porque Rock todavía no está lo suficientemente maduro como “actor serio” como para sostener sobre sus hombros la película o el supuesto relanzamiento de una franquicia a la que -se nota- debe estimar mucho, sumándose además la deslucida labor de un Bousman que apresura la resolución, abusa de los flashbacks hiper compactados y lamentablemente le da muy poco tiempo de pantalla a lo que en otra etapa fuera el núcleo mismo de la propuesta retórica, ese suspenso morboso de las carnicerías que abrió la puerta a un porno de torturas hoy devenido en limpieza ética dentro de la policía…