Ese fin de semana

Crítica de Cristina Aparicio - Caimán cuadernos de cine

Hay una particularidad muy significativa en la ópera prima de Mara Pescio, un rasgo poco convencional en este tipo de historias que hace que este drama familiar respire con frescura y optimismo. Y es que Ese fin de semana es una película celebratoria, un homenaje para aquellos que se quedan en sus lugares de origen voluntariamente, sin resignación. Cuando Juana regresa al hogar que abandonó tiempo atrás, se encuentra con una realidad que no podría ser más luminosa: la música siempre encendida, niños que juegan y corren alrededor de las casas y jóvenes que bailan y ríen en un estado de felicidad permanente. Para Pescio no hay fracaso en la opción de quedarse, y construye así una comunidad de puertas abiertas y buenos vecinos donde reina la armonía. Es por ello que la llegada de Juana se siente como una desestabilización, casi como la irrupción de un forastero que obliga a cambiar hábitos o aumentar la alerta. La cineasta, sin embargo, encuentra la forma de que convivan (y se entiendan) las dos realidades: la de esta mujer que persigue un sueño, el éxito profesional, y la de quienes ambicionan, ante todo, una vida feliz.

Una visita a un viejo parque de atracciones se convierte en la metáfora en la que se sustenta Ese fin de semana: revivir el pasado siempre incluye las huellas que el paso del tiempo ha ido dejando a su paso. Las emociones regresan, pero con menor intensidad. Y aunque los lugares son siempre los mismos, hace falta reparar los daños, reponer lo perdido y pintar lo gastado para mantener en el presente parte de un pasado que alberga buenos recuerdos. Todas ellas, acciones que no solo sirven para rehabilitar el antiguo parque, sino que permiten recomponer lo que el tiempo ha deteriorado. Ese fin de semana es, por tanto, una película que encara la tristeza, la mira de frente y le explica que mirar hacia atrás no siempre es llenarse de nostalgia.