Escuela normal

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Recuerdos de provincia

Escuela Normal resulta ser uno de esos prodigios discretamente elocuentes, cuya capacidad para observar el mundo con mirada perpleja y curiosa se encuentra por lo menos a la altura de su pertinencia y ambición. Celina Murga siempre fue una cineasta animada por la falta de certezas, y la película que nos ocupa no constituye en ese sentido una excepción dentro de su filmografía. La directora argentina observa lo que ocurre en el lapso de un ciclo lectivo en la escuela a la que asistió durante su adolescencia en la ciudad de Paraná y que fue fundada por Sarmiento. La cámara recorre los pasillos del establecimiento en largos planos secuencia y de a poco recorta, con precisión y lucidez, algunos rostros con el fin de volverlos familiares para el espectador y articular a partir de ellos alguna forma de relato, que en esta ocasión gira más que nada alrededor de las elecciones del centro de estudiantes del colegio, un acontecimiento que se integra con serena fluidez a la rutina escolar pero que Murga decide retratar como si en verdad se dispusiera a extraer de allí los destellos vitales que se irradian sin pausa hacia los recovecos de su película: los jóvenes alumnos parecen advertir, de pronto, con una súbita desazón que se disimula en la medición de fuerzas de los contrincantes, en los breves actos de espionaje y en la guerra de guerrillas que se despliega por momentos como un paso de comedia, que el ingreso en eso que de manera difusa se les presenta como ciudadanía entraña, quizá, alguna clase de desapego emocional para el que no saben si están preparados del todo.

Escuela Normal renuncia de inmediato a todo alarde o amaneramiento formal, así como también al menor atisbo de suficiencia de orden moral: la belleza secreta de los planos de la película se compromete orgánicamente con la calidez democrática en el retrato de los personajes, entre los que se incluyen en mayor medida alumnos pero también algunos profesores, algún que otro padre y, sobre todo, una rotunda jefa de preceptores, todos trazados con un sigilo y una precisión exquisitas. Murga ejerce una ética de la discreción y la gracia, dos elementos con fuerte presencia en sus dos películas anteriores que constituyen un método pero también un horizonte. Casi sin proponérselo (o haciendo como que no lo hace, acaso recurriendo a un elegante “como quien no quiere la cosa”), la directora se vale de pronto de dos motivos visuales, dos niñas, una morocha y otra rubia, que pertenecen a cada una de las facciones en pugna en las elecciones, para delimitar de manera plástica campos provisoriamente enfrentados, dos porciones blandas del frente de batalla que cruza parte de la película y que le otorga su costado más dramático y luminoso en términos narrativos. De paso, la preeminencia de las mujeres en la película podría estar evocando una zona biográfica, sutilmente íntima y elusiva, que Murga despliega en retazos actualizados de una memoria que no es el pasado pero que tampoco termina de ser exactamente el presente: Escuela Normal puede ser vista como el retrato lúcido de una institución centenaria a la que solo se accede en penumbras, como ante un verdadero misterio, tan lejos de la premura diaria de las grandes ciudades cosmopolitas como de los fantasmas obligados de la militancia (un universo aislado, con una lógica que parece arcaica: la escuela antes de La cámpora, digamos), o un catálogo de breves epifanías juveniles en las que el intercambio con el otro se integra y acomoda sin alterarla a la quietud de una vida provinciana que parece forjada en otro mundo.