Esclavo de Dios

Crítica de Pablo Raimondi - Clarín

La hora del espanto

“Es la vida que tenemos. Es el espanto”. Con esta expresión, David Goldberg (Vando Villamil), un implacable agente del Mosad, resume su oficio y por lo que viajó al país: un alerta de ataque terrorista en la Argentina. Lo peor se desató aquel 18 de julio de 1994 cuando una explosión frente a la AMIA se llevó la vida de 85 personas.

El comienzo de Esclavo de Dios va al nervio: imágenes de atentados en todo el mundo. El director venezolano Joel Novoa Schneider mete al espectador (algo forzadamente), en un tema difícil, sensible y al que se le debía tomar el pulso con valentía: el terrorismo.

Líbano, 1975, un pequeño Ahmed Al Hassama ve cómo su padre es asesinado. Luego es reclutado por la guerrilla, será un experto en explosivos y deberá refugiarse en Caracas. Es 1990 y el libanés rehace su vida en Venezuela como médico cirujano bajo la identidad de Javier Hattar. Forma una familia y reza, a escondidas, en dirección a La Meca, ocultando su origen islámico a los suyos.

Desde Buenos Aires es llamado para alistarse al llamado de Alá e inmolarse en su nombre. Abandona a su familia y se reúne con una célula terrorista en Villa Luro.

Esclavo de Dios explora en la teoría del tercer atentado -incluyendo el de la Embajada de Israel (17/3/1992)- donde Ahmed debía detonarse, junto a una van repleta de explosivos, frente a una imponente sinagoga. Pero algo fallará.

El director venezolano enfoca a su filme desde los opuestos, el israelí David y el palestino Ahmed (Mohammed Al Khaldi), a los que aunará desde sus ritos religiosos.

También los unirá el temor, el del extremista al saber que se acerca su momento suicida (atención a la grabación del juramento), el del agente, de que su gente sea víctima de otro ataque. En este filme, cada amanecer parece atravesado por la tragedia, el estremecimiento es inminente. Para evitarlo se muestra un logrado paso a paso en los trabajos de inteligencia.

La acción está en la psiquis de cada personaje, la procesión va por dentro. Y por más que la escena del tiroteo final deje mucho que desear (por su precaria actuación y dinámica), la pulsión del miedo devora en esta película al guión más temido: el de la realidad.