Esa mujer

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

La mujer que se creía amada

Premiada en festivales, la película ofrece una mirada desencantada, entre registros diversos como la acción y el melodrama

Con premios internacionales y nominación a la Palma de Oro en Cannes, Esa mujer reincide en el periplo de reconocimiento crítico de su director, el chino Jia Zhangke. Lo cierto también es que disfrutar de una película suya en la cartelera comercial es una noticia en sí misma, habida cuenta de la supremacía cada vez peor de las mismas películas de siempre.

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Protagonizada por su actriz fetiche (y esposa) Zhao Thao, Esa mujer -nombre para la distribución local cuanto menos curioso- indaga en la vida contrariada de Qiao, compañera de quien detenta una posición de respeto en el jianghu, una organización que se asemeja a un submundo de reglas propias, en donde la hermandad prevalece. Desde allí, los nexos con la sociedad no faltan, y es de ese modo cómo se cuelan acuerdos comerciales, períodos en la cárcel, y estafas diversas. Un escenario que Qiao comienza a disfrutar mientras observa cómo Bin (Liao Fan) asciende y obtiene muestras de un respeto mayor.

Es curioso también cómo el film retrata el devenir de Qiao de un modo escindido, a partir de la lejanía cada vez mayor respecto de otros ejemplos cercanos, familiares, pero irremediablemente pretéritos. Ése es el lugar que le cabe al padre, un minero hundido en el alcohol mientras irradia proclamas revolucionarias a las cuales ya nadie presta atención. Sin dinero, caído en la desgracia, el padre de Qiao es un espejo que devuelve una imagen lacerante, que seguramente dice de modo hondo sobre el momento mismo que cunde en China.

El padre de Qiao es un espejo que devuelve una imagen lacerante, que seguramente dice de modo hondo sobre el momento mismo que cunde en China.

Entre su padre y Bin, Qiao encuentra el único desliz que parece posible. El reconocimiento está allí, a su alcance, en esta comunidad "paralela", mientras fuma un habano que la vuelve una suerte de Tony Montana femenina. Indecisa entre la dirección que hacer tomar al automóvil que la conduce, ebria de caprichos, da indicaciones imprecisas y contradictorias, todo pareciera responder a sus deseos. Lo que acontecerá allí, justamente, será el momento clave, el nudo que elige su situación espacial. Porque el lugar en donde acontecerá el momento traumático, cuando Bin veá tambalear su corona de "hermano mayor", oficiará como una instancia de correlación reincidente con el devenir. Es decir, ese mismo ámbito callejero será revisitado en reiteradas ocasiones. En el primer momento, a partir del esplendor/caída de la pareja enamorada (¿enamorada?); en el segundo, con Qiao en un transporte absolutamente distinto, sola y tras cumplir una pena carcelaria; en el tercero, con la promesa de una segunda oportunidad, una vuelta al ruedo para quienes supieron conocer épocas mejores.

Lo extraordinario es cómo el film juega tales instancias desde la asunción de códigos estéticos diferentes, que ligan la película al drama social, al film de acción -con injerencia mafiosa o pandillera-, el cine carcelario, y finalmente el melodrama. En ese vaivén de posibilidades es cómo se escribe también el estilo del director, Jia Zhangke. Dispone para ello de la notable actriz que es Zhao Thao; así, por momentos ella puede resultar una especie de Anna Karina y él casi un Godard de ribetes sesentistas, entre bailes y clichés que remedan la fascinación por cierto cine de acción. Más aún, el resultado violento es virulento. Luego, la película troca en algo más (y nunca en algo diferente). Ese "algo más" significa de modo cualitativo, porque oficia a la manera de un estado de ánimo alterado, cuyos cambios se condicen con las elecciones formales: de los colores saturados a los fríos, del espíritu festivo y truhán a la mirada desencantada, de la posibilidad de un avistamiento extraterrestre a la soledad. Así de diversa es la película y así de lúcido es su director, capaz de enhebrar comentarios sociales e históricos entre los pliegues del relato, tal como lo hacen los grandes directores.

De este modo, cuando Qiao se pregunte si enamorarse otra vez -mientras observa un espectáculo musical desafinado, en consonancia convencional con su espíritu-, el conocimiento de alguien casual, en un pasaje de tren, agrega otras posibilidades. Pero nada está claro, porque pareciera que no hay quien diga lo suyo desde el enmascaramiento. En los diálogos que surgen, eso sí, se cuelan deslices fugaces, que dicen sobre la situación laboral y los emprendimientos del gobierno. Son decires sin énfasis, que conviven con el drama, como tantos comentarios "casuales" lo hacen desde la vida cotidiana. Ahora bien, si la farsa es lo que prevalece entre la mayoría de quienes pueblan el film, nada cuesta relacionar tal aspecto con las políticas gubernamentales.

El jianghu, un submundo de reglas propias.
Pero sería injusto señalar a Qiao de manera falsaria, porque lo que ella habrá de atravesar, justamente, es la situación dolorosa de saberse tal vez no amada. Desde ya, nada le impide generar equívocos de palabras, robar y sobrevivir. Hasta su accionar, las más de las veces, es sólo egoísta. Si se dirige a la defensa de la mujer golpeada por hombres, es porque hay alguna ventaja que obtener o alguna cuestión personal que zanjar. Ello no invalida su reacción ante la turba masculina, como tampoco el retrato de la inacción de quienes observan de manera pasiva. Qiao, en todo caso, sale a escena con otras fuerzas, para saber si aquello en lo que confió -o aquél en quién confió- fue verdadero.

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El éxito y el fracaso andan dando vueltas entre los diálogos de los personajes. Quien lo sabe para sí es Bin. Bien arriba, bien abajo. El respetado y el humillado. Y Qiao que lo sostiene para el desafío de una nueva prueba. Mientras tanto, no se anima a amarle. Al menos, es lo que parece. Porque hay que estar atento a lo que los cuerpos dicen mientras las palabras se pronuncian. De maneras contradictorias es como se mueven los personajes, más aún cuando quien desafíe a Bin lo haga con el propósito de humillar para que así quien alguna vez lideró se decida a retornar.

Lo que en todo caso quedará a Qiao es un sabor amargo, que la cámara de Jia Zhangke decide registrar desde la distancia. Y de modo bien terrible, porque la última imagen de la película es la de una cámara de seguridad. Imagen que es observada por la cámara misma del director. Imagen de vigilancia que es -siempre- carcelaria, nada volátil ni poética. Es allí, finalmente, en donde queda Qiao. Presa de sí misma.