Entre viñedos

Crítica de Sebastián Nuñez - A Sala Llena

Entre Viñedos cuenta la historia de tres hermanos que deben hacerse cargo, primero por la convalecencia del padre y luego por su muerte, de la bodega familiar y sus viñedos. El mayor regresa a la Borgoña específicamente por esta situación, luego de estar dando vueltas por el mundo durante varios años y de haberse establecido con su mujer e hijo en Australia. Es el más conflictuado de los tres, tanto por la difícil relación que mantuvo con su padre, que motivó el alejamiento de su tierra natal (dice haber estado también en Mendoza y Chile, es decir que optó por el nuevo mundo del vino, toda una definición y gesto de ruptura), como por su inconformismo un tanto infantil. Además está atravesando un momento de crisis matrimonial. Los otros dos hermanos se encuentran también en un presente crítico: el menor sufre el menosprecio de su suegro –dueño de otro establecimiento, más poderoso– y siente que siempre está corriendo detrás del saber de sus hermanos. La hermana del medio, que queda al frente de la bodega, tiene que asumir un rol que la llena de inseguridades.

Como puede sospecharse, lo que cuenta la película es el camino que recorren estos tres personajes hasta lograr superar sus respectivas crisis, algo que llegará un año después, en el momento en el que deben decidir qué hacer con el vino que se va añejando en la bodega al mismo tiempo que comienza la nueva vendimia. Es decir, cuando ya se ha cumplido un ciclo. Y este paralelismo entre lo que les pasa a los personajes y todo lo que tiene que ver con el vino es el principal sostén de Entre Viñedos, de donde surgen los momentos más interesantes, como la escena en la que el más joven de los hermanos se revela contra su suegro y le grita que él y sus hermanos beben el vino y no lo escupen al degustarlo –lo que marca una diferencia fundamental entre el sentido de pertenencia y de la tradición frente a otro tipo mentalidad ya globalizada–, así como también aquellos muy obvios en los que las analogías se vuelven demasiado explícitas (“el amor es como el buen vino, necesita tiempo”, se escucha). Este tipo de oscilaciones son constantes y así se pasa de un gran momento como el de la celebración tradicional de fin de vendimia –un banquete de excesos casi ritualizado del cual son partícipes tanto los propietarios como también decenas de cosechadores– a secuencias musicalizadas que parecen de relleno, o flashbacks muy poco logrados que intentan reflejar el origen de los traumas de los personajes. Lo que mayormente se ve es en definitiva aquello que célebremente Hitchcock bautizó como “fotografías de gente hablando”, frase que pese a ser tantas veces citada nunca deja de resultar útil para definir este tipo de películas carentes de puesta en escena y que apuestan todo a la literalidad. Una lástima, porque por momentos el aire de la Borgoña, con su belleza natural y tradicional, con sus vinos que –lamentablemente, a la distancia– adivinamos tan únicos, se siente cerca y se disfruta. Se percibe el amor por esa tierra y el respeto a quienes la trabajan con dedicación y honestidad. Lo que falta es cine.