Entre dos mundos

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Relato familiar, posturas antagónicas.

Quien busque sutilezas, ambigüedades o zonas grises en la ópera prima de la realizadora israelí Miya Hatav difícilmente las encuentre. Entre dos mundos edifica desde las primeras escenas una mirada eminentemente humanista sobre un tema tan complejo que puede considerarse irresoluble, al menos en lo mediato: la difícil convivencia entre ciudadanos judíos y árabes en el territorio del estado de Israel. No lo hace bajo la forma de la tesis, sino condensada como alegoría, en un relato familiar que parte de una situación dramática y la convierte en excusa para un posible acercamiento entre las partes. Un atentado terrorista tiene como única víctima a un joven judío de familia ultra ortodoxa y en el hospital convergen madre, padre y hermana, por un lado, y su novia de origen árabe por el otro. Ciertamente, los primeros desconocen la existencia de la segunda: el muchacho -que yace en coma con diagnóstico reservado-, dejó el seno familiar hace largo rato y prácticamente ha cortado relaciones con los suyos. Por obvios motivos, también ha escondido esa relación, que sólo podría ser considerada como poco menos que tóxica.

La primera parte de la película encuentra a la enamorada, de nombre Amal, dilatando la llegada del momento en el cual deberá dar a conocer su identidad. La elección de un clan atado rigurosamente a los dogmas y prácticas devotas le da algo de ventaja al guion de Hatav, quien dispone algún que otro elemento de suspenso en ese juego de darse a conocer/ser descubierta por los padres de su pareja. Habitante de Jerusalén, dueña de un hebreo de acento perfecto y con rasgos religiosos bordeando el secularismo, la chica se hará pasar por la hija de un anciano que también se encuentra internado en condición crítica. Los primeros roces y acercamientos se darán en charlas circunstanciales de pasillo entre Amal y Bina, la madre del joven, un poco más abierta a la posibilidad de la empatía que su rígido esposo, más preocupado por seguir los doctrinarios consejos de su rabino que por permanecer cerca del lecho donde yace su hijo.

Así barajadas las cartas del relato, con algunas piezas de información extra que el film entrega regularmente a través de diálogos o flashbacks, la trama va acercándose al momento de la confrontación, en el arranque del tercer acto, que llega puntual y previsiblemente. Gracias a un reparto profesional y un metraje conciso, Entre dos mundos nunca cae en la obviedad del drama psicológico de cámara mal entendido, aunque su costado melodramático –más formal que temático– asome la cabeza en varios momentos. En el fondo, se trata de un relato ligeramente feminista y algo voluntarista que elimina de la ecuación casi todas las variantes políticas y sociales, concentrándose en cambio en la comprensión y el perdón personal como mecanismos ideales para buscar la posibilidad de la convivencia –y, quizá, la paz– entre habitantes de una misma tierra.