Enterrado

Crítica de Fernando López - La Nación

Film no apto para claustrofóbicos

El director español Rodrigo Cortés cumple con las expectativas del relato

Puede ser la peor pesadilla para quien sufra de claustrofobia y la oferta más irresistible para quien disfrute de una hora y media de suspenso sostenido y creciente, apenas aligerado por unas cuantas escenas de negrísima sátira que en el fondo también multiplican el clima de horror. Todo un hallazgo del autor del guión, Chris Sparling, y una verdadera proeza del director español Rodrigo Cortés, que conciben y concretan el relato entero en un solo escenario, probablemente el menos apto para una filmación: el interior de un ataúd.

Por la repercusión que obtuvo en Sundance, se sabe ya bastante acerca del contenido del film. El desafío al espectador comienza temprano: la pantalla permanece a oscuras durante un tiempo inusualmente largo antes de que algunos sonidos empiecen a llegar desde la banda sonora y más tarde se haga la luz -la muy tenue luz-, gracias a la llama de un encendedor. Hay un hombre -el único que aparecerá en toda la película-, tendido, amordazado y atado de pies y manos, y está encerrado en un espacio que apenas le deja mínima libertad de movimientos. Algunos datos más irán conociéndose de a poco en los minutos que siguen. Es un camionero norteamericano -pertenece a una compañía contratada para realizar trabajos de reconstrucción en Irak-, ha sufrido una emboscada y ahora acaba de despertar: se encuentra enterrado vivo dentro de un cajón y, a juzgar por la fina lluvia de arena que se filtra por las hendijas, en medio del desierto.

Hasta aquí el planteo inicial. El clima claustrofóbico ya está instalado; de ahí en adelante no hará más que crecer cuando el hombre ponga en juego toda su imaginación y asegure hasta donde pueda el control de sus nervios para intentar -ya que no una salida, más que improbable en tales condiciones-, un modo de pedir socorro. Tiene -ahora lo sabe-, un teléfono celular que le han dejado sus captores para negociar su rescate, pero la batería se agota tan rápido como el oxígeno que queda en su fatídico estuche de madera.

El suspenso, como se ve, se alimenta de distintas fuentes. Incluso de las kafkianas comunicaciones -con su empresa, la policía, el Pentágono o el presunto comité oficial sobre crisis de rehenes-, que suman un apunte burlón de amarga sátira política.

Las hazañas de la cámara, la iluminación, el montaje y la interpretación -Reynolds afronta un compromiso demoledor con increíble convicción e infinita variedad de recursos- no deben opacar otros méritos fundamentales del film: la precisión con que se gradúa el suspenso, la inteligencia con que se evitan las reiteraciones, el rigor que ha guiado la tarea de los autores (apenas afectado por un par de trampitas y una apelación emotiva) y la contundente eficacia del desenlace.