Enseñanza de vida

Crítica de Mariana Mactas - Crítica Digital

La educación no tan sentimental

“Después de la universidad voy a ser una francesa. Voy a ir a París, voy a fumar, a vestirme de negro y a escuchar a Jacques Brel. Y no hablaré más. Seré elegante”. Jenny tiene 16 años y, aunque lleva el mismo uniforme gris que sus compañeras de colegio, no es como las demás. En plena formación-ebullición, la chica tiene los ojos brillantes de la inteligencia, una mirada crítica sobre lo que la rodea y una cultura con la solidez suficiente como para sostener conversaciones eruditas con adultos refinados. Es una estudiante diez. El latín y el francés son para ella, más que materias, objetos de deseo y de placer. Jenny está para comerse el mundo. Ese que sus padres se encargan de custodiar para que se amolde a su única nena, firme candidata a entrar en la Universidad de Oxford. Pero es difícil ser un proyecto de futuro. Sobre todo cuando se echa un vistazo a lo que hay afuera del aula.

An Education/Enseñanza de vida es la adaptación -nominada al Óscar, junto a Mejor Película y Mejor Actriz- que hizo el gran Nick Hornby de las memorias de pasaje de la periodista británica Lynn Barber. Una historia que pone en primer plano la tensión entre esas dos placas tectónicas del crecimiento: educación formal versus escuela de la vida. Aquí, las coloridas tentaciones de la segunda, que amenazan con desviar a Jenny del camino a Oxford, se concentran en David, un playboy encantador (Peter Sarsgaard) que la seduce sin solución. El hombre le lleva unos cuantos años a la adolescente y, desde su primera entrada “accidental”, impone la intriga. El espectador está esperando el momento en que, irremediablemente (¿o no?), este sujeto se revelará como un depredador sexual, un pervertido o un mafioso encubierto. Todo gracias al ajustado guión de Hornby, que va sumando, como serenas pinceladas, escenas de la relación de noviazgo que hará de la Jenny patito un cisne con aire de Audrey Hepburn. Si David es un chanta, la astuta Jenny sabrá restarle importancia, fascinada por todo lo suyo, nuevo y maravilloso: conciertos de música clásica, viajes relámpago a su París soñada, subastas de arte en Christie’s, cenas tardías en los mejores restaurantes, siempre junto a su pareja de amigos fiesteros, Helen (Rosamund Pike) y Danny (Dominic Cooper). Es la vie en rose opuesta a la de la envarada Londres de principios de los 60, donde no habían llegado aún los raros peinados nuevos. La vida de martinis dry, coches de colección, jazz clubs y picnics a la orilla del Sena. Aunque Jenny dejará los estudios y (elipsis mediante) la virginidad por tanta diversión, Barber, Hornby y el director danés Lone Scherfig evitan la condena y, muy cuidadosamente, cualquier dramatismo. “¿Por esto que dura tan poco se escribieron tantas canciones y poemas?”, dirá Jenny después de su primer sexo. Menos aguda resulta la prolija puesta en escena, tan desangelada como el punto de vista. Y con evidente –y por lo visto satisfecha– voluntad de Oscar y de éxito.

Punto y aparte merece la deslumbrante Carey Mulligan como Jenny. La actriz, una desconocida, se carga la película al hombro para ofrecer el generoso espectáculo de ver a su personaje crecer y transformarse ante nuestros ojos. A medias invencible, a medias naif y vulnerable, su Jenny respira. Y nosotros con ella.