Enredados

Crítica de Marina Yuszczuk - ¡Esto es un bingo!

Un destino luminoso

Enredados es una de las mejores noticias del verano porque inventa un mundo de princesas a partir de ideas visuales que son literalmente luminosas: la flor dorada de la que se alimenta la reina y que nutre tanto el pelo como la magia de Rapunzel es una maravilla que se abre en la noche y que promete una película distinta. La luz en el pelo de Rapunzel, sus cualidades mágicas que vienen de una luz más interior que propia de la belleza externa, las lámparas que los padres y los habitantes del castillo envían el cielo cada año para llamar a la princesa perdida, todo es de un lirismo que conmueve (sólo para darme el gusto quiero agregar que ese amor entre la chica y el ladrón condensado en dos lámparas que se elevan juntas entre tantas otras me pareció un detalle de esos que me hacen decir “Aaaahhhh”, extasiada en la oscuridad del cine, aunque la nenita que estaba sentada al lado mío me miró varias veces un poco sobradora).

Pero como nos hemos puesto modernos, Enredados combina toda esa poesía con mucho de comedia, y la combina bien. La secuencia de comedia física en que Rapunzel intenta esconder al ladrón en el ropero hizo reír a carcajadas a todos los chicos (y eran mayoría) que habíamos en la sala, y me hizo sentir también que en esas lámparas de las que hablé se elevaba también una esperanza: la de que los chicos del futuro no tengan tan mal gusto, porque sinceramente, en la función de la pésima Los viajes de Gulliver a la que asistí el jueves pasado no se rió prácticamente nadie. Más delirante y sofisticada todavía es toda la escena en la taberna que se llama –esto me hizo agua la boca- algo así como El patito mimoso, llena de tipos rudos que puestos a confesar sus sueños en una canción se descubren como amantes del crochet, la pastelería y el amor (todo bien gay), y hasta hay uno que quiere ser mimo (y sin embargo no, no dan ganas de matarlo), por no hablar del viejito que hace de cupido revoloteando un poquito borracho alrededor de la taberna.

Lo divertido y lo moderno, claro, vienen de la mano de una princesa rebelde que debe aprender a no hacerle tanto caso a su madre –genial la alternancia entre culpa y euforia cuando por fin se baja de la torre y no sabe si gozar del mundo o sentirse mal por haber desobedecido a la mamá- y que arremete la aventura empuñando una sartén, al punto que hace decir al ladrón que la acompaña “después de todo no estabas tan indefensa”. A pesar de todo, no me parece que Enredados sea una película perfecta, o tal vez sí, pero la perfección no es algo que me interese demasiado. Lo que se extraña un poco en ella es justamente la extrañeza, lo siniestro del cuento de hadas que asoma en la madre que dice todo el tiempo amar a la hija y sin embargo no la deja ver el mundo, y sobre todo en la muerte de esa madre. Y no me digan que es porque se trata de Disney: ahí tienen la pesadilla de Blancanieves cuando se pierde en el bosque para mostrar que Disney supo ser más zarpado, incluso visualmente, y eso por no hablar de la lisergia a montones que hay en Fantasía. Hay cierta sensación de que Enredados es una película muy buena pero mansa, en la que el peligro y el dolor nunca llegan a ser verdaderos (y eso resta emoción cuando todo termina y vuelve a ser luminoso), por más que la princesa termine con el pelo marrón y cortado a cuchillo.