Encandilan luces, viaje psicotrópico con los Síquicos Litoraleños

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Misterio rockero en el Litoral. Hacen una música que fusiona el chamamé con el rock y el free jazz, sus presentaciones se caracterizan por la informalidad y una suerte de camuflaje (se calzan túnicas, pelucas y sombreros) y generan cierta extrañeza y misterio, despertando curiosidad en el ámbito pueblerino de Curuzú Cuatiá tanto como entre periodistas especializados y amantes de la música de Buenos Aires e incluso del exterior. Se hacen llamar Síquicos Litoraleños y de la enigmática estela que dejan a su paso se ocupa la ópera prima de Alejandro Gallo Bermúdez, realizador formado en la UBA y con varios cortometrajes en su haber.
Es acertado el modo elegido por el director para contar la historia de esta banda que mezcla la interpretación musical con algo más circense o teatral, y el talento con el disparate. El tono es el de una película artesanal hecha con retazos reunidos mientras se siguen los pasos de este singular grupo de músicos, a veces con distorsiones visuales procurando una estética psicodélica o exponiendo registros espontáneos captados en sitios poco iluminados, sin descuidar el profesionalismo y la calidad de los encuadres al exponer diversas situaciones en el interior de sencillas viviendas, pensiones y calles de tierra en la mencionada localidad correntina: numerosos son los planos a lo largo de sus 80 minutos, pero todos parecen significativos.
Dividiendo –tal vez innecesariamente– en capítulos el recorrido por la historia de los Síquicos Litoraleños, Encandilan luces sumerge al espectador en una sucesión de testimonios, actuaciones del grupo y ocasionales reconocimientos, como alguna aparición en el ciclo televisivo Peter Capusotto y sus videos. “A veces ni ellos saben lo que tocan” dice un vecino, mientras otro señala que se escudan tras máscaras y pelucas porque si dan la cara corren el riesgo de que los maten. Si la propuesta artística de Síquicos Litoraleños no desdeña el humor ni el origen provinciano (“El chamamé es la identidad del correntino” señala alguien), el film integra esas características a su itinerario, en el que van apareciendo, como sorpresas en el camino, la pérdida de instrumentos musicales en determinado momento de una manera algo insólita, los chispazos entre los músicos de la misma banda y con los de otras similares, las sospechas de un influjo extraterrestre y de hongos alucinógenos hallados providencialmente.
En ese devenir medio sinuoso (rondando siempre el delirio, e incluso el temor de que haya detrás atisbos de locura), el paisaje natural, humano, e incluso musical, de Curuzú Cuatiá, aflora sin subrayados pintoresquistas ni ironías: allí están el peso de las voces que se oyen desde la radio, las modestas granjas, las fiestas populares, las imágenes de la Virgen de Luján y el Gauchito Gil en amable convivencia y, por supuesto, termos y mates dominando la escena.