Emilia

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

Alguna vez se me ha ocurrido relevar todas aquellas películas que llevan un nombre en el título. Es una manía de esas que se me cruzan en las noches de insomnio cuando juego a ser Funes, el memorioso, aquel singular personaje de Borges. En varias oportunidades comencé. Entonces comprobé que en los últimos diez años ha habido una cantidad importantísima de historias con protagonistas mujeres y que en la mayoría de ellas el nombre es una excusa para inscribir cuerpos, explorar identidades, construir itinerarios y eludir cualquier camino épico (que sí tiene, en términos generales, la larga tradición de nombres masculinos). También comprobé que, más allá de los matices, no estamos lejos de que esto ya se haya transformado en “una cierta tendencia” (con permiso de Truffaut). Tampoco sé en qué se convertirá. Por lo pronto, y dentro de un esquema recurrente, cada película es un mundo. Y el que César Sodero ofrece en Emilia aporta su grano de arena sin demasiadas pretensiones y con justeza.

El título con el nombre propio de una protagonista supone que la cámara nunca la va a soltar (otro recurso que se ha convertido en un lugar común), sin embargo, este comienzo aporta un valor diferente. A una considerable distancia vemos una esquina de noche, luego micros que llegan y una chica que baja. En la vereda del frente, la cámara la espera como si fuera un integrante más de ese pueblo patagónico. Ella cruza después de intercambiar las últimas palabras con un pasajero y se reencuentra con su madre. Poco tiempo transcurrirá, luego de ese inicio en el que hubo tiempo para indagar en el plano, para que nos percatemos de que Emilia vuelve a sus pagos, que se ha peleado con su pareja Ana y que iniciará un recorrido que no tiene ni principio ni fin. Porque si hay una sensación que invade es la del presente absoluto en todo aquello que tiene de incertidumbre, sobre todo cuando las emociones aparecen mezcladas (con permiso de los Rolling Stones). Entonces Emilia camina y fuma. Transita el pueblo, ese pueblo donde todos hacen preguntas y tienen, como ella, secretos. Se pelea con la madre, se encama con el marido de su amiga (reviviendo una relación anterior), llama a Ana para aumentar su soledad y poco pasa más allá de que la procesión va por dentro. Y el deseo también, porque en el colegio donde decidió dar clases se calienta con una alumna. Por supuesto, la cámara hará marca personal mientras el tiempo parece paralizado. Lo que necesita Emilia, más allá del sexo, son abrazos, pero los otros no se dan por aludidos. La joven estudiante es, tal vez, la esperanza para olvidar al otro amor. Y en ese viaje existencial hay un registro verbal lacónico, pero muy efectivo para dar cuenta de una situación emocional (¿generacional?). Ante una pregunta, Emilia responde “No sé, vivo”. Y se vive como se puede cuando se ha perdido el amor, es verdad. Un acierto de Sodero es no bucear en el drama acartonado ni juzgar o condenar las elecciones de su personaje en términos morales. Más bien acompañarlo de cerca para establecer qué tan incomunicados están los mundos de Emilia y del resto. Su madre conocerá un tipo y hará la suya (ya no romperá las pelotas), su amiga nunca se hará cargo de su condición de cornuda y el profesor con el que curte esporádicamente no entenderá que ella está para otra cosa. Una escena es elocuente al respecto. Emilia y Cristian (el marido de su amiga) cogen en un auto. No es un encuentro placentero. Cuando terminan, él habla del pueblo y ella expresa insatisfacción en la cara. Entre esas palabras y ese silencio se abre un abismo de incomunicación. Son dos tiempos diferentes que atraviesan toda la película.

El último eslabón de la cadena lo vemos en la relación con la alumna. Lo que para otras historias podría derivar en un escándalo pacato, acá se torna natural y se elude inteligentemente cualquier ética que no sea la del deseo, aunque ello implique aumentar la desazón. Nada parece remediar la tristeza de la falta, calmar la incertidumbre del otro. Cada vez que Emilia dice “¿Ana, estás?” asoman la incógnita y algún que otro fragmento de un discurso amoroso: “La ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda -y no de quien parte-: yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente”.