Elvis

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El blues pirotécnico del rey prisionero

El director de Moulin Rouge delinea en Elvis la vida de un músico prisionero y genial, pero también la de un manager atento al negocio y sus reglas no dichas.

Era la película adecuada para su director, Baz Luhrmann. Las Vegas, la purpurina, los enchapados dorados, la música, el casino, y el racconto veloz de cómo llegó allí el músico que supo cantar y moverse como un negro. Velocidad trepidante y capas sobre capas de brillo, oropel, dólares y monedas tintineantes, para un músico exhausto que cae ante la mirada iracunda de su manager, que dictamina: “Como sea, Elvis debe subir al escenario”.

La relación entre Elvis Presley y el Coronel Parker es irresistible, traumáticamente atractiva. Es un nudo que encierra varias cuestiones y se mitifica por sí solo. Hay algo del orden trágico que hace que esta historia plantee su posibilidad contrafáctica porque, como se sabe, ¿qué hubiese pasado si Elvis cruzaba el Atlántico? Esa es otra película y tal vez la filme algún émulo de Tarantino. Pero lo más interesante está en su posibilidad negada, en la cárcel de oro en la que quedó atrapado el rey del rock, con ésta y otras historias rondándole la cabeza mientras el Coronel Parker lo chantajeaba y canjeaba presentaciones en Las Vegas por sus deudas con el casino.

Todo esto está en la película de Luhrmann, y a su manera. No tiene demasiado sentido detenerse en el desborde del director, algo congénito, por así decir, a su puesta en escena. Quien haya visto Moulin Rouge o El Gran Gatsby ya lo sabe y qué sentido tiene pedir algo diferente, más aún cuando el tema en cuestión es, ni más ni menos, Elvis, con su capita “Captain Marvel” y los anteojos dorados con iniciales. Así las cosas, sólo resta –por qué no– disfrutar. Y escuchar.

Porque una de las protagonistas es la música, una banda sonora que, como se intuye, repasará las canciones del chico de Memphis y –marca de Luhrmann– las intervendrá. Las melodías de ayer serán retocadas y “pinceladas” por artistas contemporáneos, sin alterar la esencia que las articula. Funcionan, en todo caso, como nuevas versiones que todavía aúllan. Luhrmann se lo debe haber pasado en grande; seguramente tuvo in mente las múltiples posibilidades visuales que la vida de Elvis, y sus legendarios capítulos, le ofrecían. Como el referido al descubrimiento musical, entre el negro que “blusea” solitario para las parejas entre sombras, y el llamado espiritual del góspel. Todo a la vez, en un montaje superpuesto, con el pequeño que corre de un lado a otro con su relámpago de Capitán Marvel Jr. en el pecho. Vale decir, el pibe supermúsico, que responde al llamado de la “Roca de la Eternidad”, ese lugar de disparate místico de aquella historieta de la que Elvis fue su fan. Todo funciona como un ensamble músico-visual, potente como un rayo. Que puede extraerse de la película y sostenerse por sí solo.

Algo así ocurre en muchas otras secuencias, que bien podrían entenderse como fragmentos dispersos de una narración elíptica, a la manera de episodios cuya fantasía/realidad es convocada para disparar sus luces pretéritas: las del primer Elvis, las del actor de Hollywood, las de la comunidad afroamericana, las de Las Vegas, las de la familia. Entre ellas, despunta la del meneo de pelvis, como si una fuerza invisible, involuntaria, llevara al músico a provocar los gritos histéricos de la audiencia y los retos moralistas de la derecha. Todo esto Luhrmann lo aborda, lo escenifica, da cuenta de lo estúpida que la televisión puede ser –por su connivencia estrecha con la derecha–, mientras delinea, de a poco, a un músico que quiso, y no pudo, volver a sus raíces, rebeldes y negras.

El Elvis de Luhrmann está casi dibujado, esculpido, con su boca calcada y los gestos calculados por el actor Austin Butler. Una estampita, que el director adora. Un posicionamiento que lo lleva a tener pudor ante ciertas cuestiones, como el abuso televisivo (convirtiendo a Elvis en un sabueso con traje, algo que el film, de modo inteligente, elude) o las adicciones. El retrato que surge es el de un niño atemorizado, que se queda solo tras la muerte de su madre, siendo él el sostén de su grupo familiar (y vaya a saberse de cuántos otros colgados de él) y de un padre tan inútil como para fungir como gerente de cartón.

Desde ya, el personaje que refulge y guía el relato es el Coronel Tom Parker, y Tom Hanks lo compone como el gran actor que es, imposible no disfrutarlo, también a las órdenes de un director que lo modela a su antojo, sea desde el maquillaje como la fragmentación visual. Cuando los planos de una película no exceden los 3 segundos de duración, ¿de qué composición actoral se habla? (la del cine, guste o no). Hanks está desplegado en pedacitos de sí, y a partir de ellos surge el personaje. De hecho, la película no abunda en diálogos o situaciones íntimas, sólo algunas pocas escenas, como la de Elvis junto a su reciente novia, Priscilla (Olivia DeJonge), con él cumpliendo el servicio militar y ella rehuyendo el mandato familiar.

El devenir del relato es a los saltos y apurado. Las tres horas quedan chicas, la película pide más y seguramente ello moleste a más de uno. Pero ésta es la puesta en escena del director y tiene su valía. El realizador australiano indaga en el género musical, lo reescribe, y delinea algo que sería una biopic. De hecho, lo es. Y deja clara su impresión sobre ciertas reglas del show business, horribles y parece que inherentes, junto a la existencia de parásitos que esperan por su presa: allí ese plano donde el Coronel Parker se acerca a Elvis por primera vez en su vida y por la espalda (a traición); o la bobería complaciente del padre del músico, cómodo en la holgura económica. Pero también, la permanencia de un legado auténtico, en forma de música, de entrega; así lo rubrica el momento final de la película, cuando recurre al material de archivo y al verdadero Elvis, desfalleciente, y presto a dar lo mejor de sí.