Ella

Crítica de Marcela Gamberini - Con los ojos abiertos

Her disecciona el amor, su tema central es el amor, inevitable, denso, inasible. El amor y su imposibilidad, su cara y su contracara, su anverso y su reverso. El amor en la profundidad de esos planos geométricos vidriados, refractantes y reflejantes. El amor, esa operación que hace que sea imposible caminar enterrando los pies en la nieve. El amor, esa dinámica que nos hace trepar por el reflejo de un árbol mientras subimos en ascensor. Spike Jonze propone un juego de realidades donde la virtualidad está presente, aunque parezca imposible. Juego de cajas chinas, mamushka sin límites, la realidad, la virtualidad, la ficción y los relatos se encajan uno dentro de otro y a la vez se desbordan mutuamente. En ese simulacro de realidades, de tiempos y de espacios, el amor es el punto de fuga hacia donde vamos, donde todos caemos; el amor es el centro de la imagen, es el objetivo, es el medio y es el fin. Pero ese amor real o virtual – bah, el amor en general- suele ser imposible, de ahí su goce; el placer reside en la imposibilidad.

Jonze desde el título alude a tres realidades distintas, tres mujeres posibles y virtuales, las tres que juegan con el tiempo y con el espacio. Ella, la Samantha del Sistema Operativo (en la increíble voz cascada y seductora de Scarlett Johansson ) de tiempos eternos y espacios de burbujas; Ellam, la Catherine que es la mujer del pasado, la esposa amada y demasiado real; y Ella, la Amy (que juega cautelosamente con su nombre “real” Amy Adams) que es la inmediatez, el presente que de tan presente y de tan visible se vuelve invisible, la de la oficina, la de la cocina, la de la casa, la de los espacios cotidianos. Theodore, el protagonista, “necesita” enamorarse de Samantha, la mujer de su sistema operativo para poder liberarse de su mujer real (Catherine) y así poder “ver” a Amy. Her no trata sobre la tecnología, ni sobre el amor en la época de las computadoras, ni sobre lo solos que estamos mientras las ciudades crecen y crecen como imperios de cristal, ni sobre la locura de la gente que habla con sus celulares, ni como la tecnología nos aleja cada vez más de lo real. O sí, pero no son estos los temas medulares. En esencia, Her habla acerca de cómo la tecnología ayuda a entender la realidad contemporánea, como Samantha ayuda a Theodore a olvidar a su antiguo amor y poder ver a Amy de otra manera. Samantha es para Theodore, lo que los oráculos eran para la antigüedad, una revelación, la verdad en sí misma, una respuesta. Deidades modernas a las que alabamos y sostenemos, seguimos y tropezamos. Samantha dentro de su burbuja (como el niño) ayuda a Theodore a “entender” la esencia del amor, su ontología, su centro, su corazón. Ayuda a Theodore a salir de una situación precisa, que lo ha dejado melancólico, triste, cansado. Samantha es la tecnología en sí misma, es una facilitadora, una vía rápida de acceso al conocimiento de lo real. No es un fin en sí mismo, es un medio, a veces endeble como el amor o rígido como un disco duro. A través de ella, por ejemplo, Theodore accede a la publicación de sus cartas; Samantha media entre dos mundos, el del deseo y el de la realización; el del amor y el de su goce; el de las palabras y el de los actos.

Her, Spike Jonze, EE.UU., 2013

En Shanghái, en Los Ángeles, en California, en la playa o en la nieve, en el pasado o en el presente (siempre cambiante, siempre inasible), en una ciudad con aires futuristas o retros; el amor es el mismo. En algún momento Amy dice, “todos los que se enamoran son raros”. Somos raros, somos extraños, somos acaparadores, somos desconfiados, somos egoístas. El amor no nos transforma sólo nos hace más “verdaderos”, más densos, más profundos, mas corpóreos. Y ahí en el cuerpo, en la fisicidad es donde la tecnología falla. Ese niño virtual que juega con el protagonista es su deseo proyectado (allí, “proyectado” a sus pies); esa mamá virtual con la que juega Amy es también su deseo proyectado. Pero la pantalla, por más virtual y accesible que sea no es un físico; no es un cuerpo en el que apoyarse, un hombro en el que recostarse. Samantha no es la Amy que está siempre, la que finalmente se recuesta sobre el hombro de Theodore. Samantha carece, entre mucha otras cosas, del cuerpo que a Amy le sobra.

her-film-01Spike Jonze logra en Her un melodrama moderno y aséptico, desenfadado y sexual, vidrioso y profundo. Somos los pantalones de tiro altísimo de Joaquin Phoenix (que remedan otras épocas, cruzando los tiempos), somos los hombres y mujeres que hablan solos por la calle, somos las soledades que vivimos en un departamento con los pisos demasiado brillantes y rodeado de vidrios sin cortinas que desmarcan la privacidad y a la vez la envuelven con sus brillos refractarios. Somos Theodore, pero también somos Catherine y Samantha y Amy. Somos muchos y no somos casi nadie. Somos nosotros, así, una mezcla extraña de Mushetta y de Mimí, la soledad compartida, los deseos postergados, la invisibilidad del amor, la dialéctica extrema de las relaciones humanas. Somos esos, los de anteojos y camisas naranjas, los de pantalones a media pierna y los de morrales cruzados. Jonze logra un increíble retrato de época de la mano del no menos increíblemente seductor Joaquín Phoenix, protagonista absoluto en cuerpo y alma de la película. Él siempre está presente, no hay ningún plano en el que él no aparezca, el primer plano de su rostro, su cuerpo ligero andando por las cuidadas calles modernas de esa ciudad que es mezcla de ciudades, mejunje de espacios y de tiempos, que es contemporánea y eterna a la vez. Theodore (o sea Phoenix) es un hombre sensible, es la sensibilidad en estado puro y también es el cuerpo, es el físico que recorre la ciudad, que va de la playa a la nieve, de su departamento al trabajo, que escribe lo que otros sienten o que siente lo que otros deberían sentir. Un hombre sobreexpuesto a las emociones, como muchos de nosotros, un hombre que llora, que se emociona, que ríe, que sufre, al que le duele una mujer en el cuerpo (rastro borgeano que la película deja caer como si nada). Es un hombre que escribe. El valor de la letra es semejante al valor de lo sensible, la letra es lo realmente sensible. Tal vez, el personaje de Phoenix recuerde al maravilloso protagonista de Los amantes (Two lovers) la película entrañable de James Gray. En el 2008 Gray y ahora Jonze logran extraer del personaje un alma sensible, triste y melancólica, al borde de las emociones, siempre al borde de las lágrimas.

Dijimos que el pivote de este relato es el personaje de Joaquin Phoenix, espléndido y seductor y también su compañía tecnológica, la voz de Scarlet Johansen, su Sistema Operativo. Cuerpo y voz, dos ejes importantes para la materia cinematográfica, sustentan la película. El cuerpo de él en su omnipresencia, en su materialidad nostalgiosa, melancólica, sufriente, dinámica y la voz de ella en su ausencia corporal, en su fuera de campo eterno, en su burbuja siempre suena acomplejada y divertida. Así, también es una película sobre la ontología cinematográfica; el espacio, el cuerpo, el tiempo y la voz se conjugan de un modo sutil y abrupto a la vez.

La lógica retorcida del amor es la lógica narrativa de Her. Flujos rítmicos de melancolía cruzados por al amor y el desamor, el encuentro y el desencuentro, el deseo y el goce. En la época del amor tan evanescente, las imágenes de la película congelan momentos inolvidables solo para darle forma y sostén a un relato que nunca decae, que se mantiene firme, navegando en las aguas tan líquidas que propone Spike Jonze.

Her refleja los modos del amor contemporáneo, con una puesta en escena que como un aleph moderno, refleja mil caras. En este presente de amores acuosos, la película no los cuestiona, no los interroga, los vínculos no están en cuestión, son solo las caóticas contradicciones del presente. Siempre fue, es y será imposible saber de qué hablamos cuando hablamos de amor.