Elena

Crítica de Héctor Hochman - El rincón del cinéfilo

Cría cuervos

La primera imagen de “Elena”, tercer largometraje de Andrei Zvyagintsev, esta trabajada como un plano fijo, que en realidad no lo es, que ejerce diferentes funciones según la variable con que el espectador se adentra en el filme.
La primera sensación es de que nada sucede, pero la pequeña, lenta, casi imperceptible variabilidad de los haces lumínicos terminan por dejar ver sobre esas ramas a un cuervo, mientras que de fondo se sigue distinguiendo el balcón de la habitación de un departamento, hasta que en el mismo árbol se posa otro cuervo. Corte, y la cámara se sitúa dentro de la habitación.
Toda esta escena dura aproximadamente 45 segundos. Aunque la impresión sea la de mucho más tiempo, eso se debe a lo gradual de los cambios de luz que influyen en cambios del color sobre el plano, y al trabajo relativo al sonido.
Entonces se podría decir, desde un cierto esquema analítico, que tal apertura funcionaria como talismán con tintes metafóricos, utilizando objetos reales, cuando el filme cierra, dará cuenta que ese primer plano que repite al cierre, pero con pequeñas y sutiles diferencias, además sirvió para instar la idea sobre la que va a trabajar el guionista- realizador en relación a su qué decir, el por qué y el cómo.
Esto es, la forma y el contenido.
Para contar esta trágica historia, galardonada con el Premio Especial del Jurado en la sección “Una cierta Mirada” del festival de Cannes, el director ruso eligió una estética sobria, al mismo tiempo que alegórica, instalada de manera meticulosa, utilizando la música sólo de anticipatoria del drama, pero que de igual forma actúa como fermento de emociones en el público.
Varios son los temas que aborda desde el texto, siempre duales, desde los espacios en el que se desarrollan, léase los dos hogares, haciendo hincapié en el deterioro de la educación, la diferencia entre los hijos de los conyugues, la cultura, y el cuasi abandono de las responsabilidades primarias paternales, tema recurrente pues ya lo había afrontado en su primera producción, “El Regreso” (2003).
La película confronta de manera constante significaciones incompatibles cuando no antagónicas, como amor y odio, amor e indiferencia, riqueza y pobreza, calidez y frialdad, ocio y trabajo, amo y esclavo.
La historia se centra en Elena (Nadezhda Markina), una mujer de algo más de 50 años, que casada en segundas nupcias con Vladimir (Andrey Smirnov), un hombre viudo y rico, ante el primer obstáculo define la razón de su casamiento.
Se la podría nominar como una parábola despiadada, que trabaja estupendamente los tiempos supuestamente muertos, ya sea por imágenes cotidianas que parecen inocuas y que parecerían no aportar al desarrollo del filme, o a la progresión de la trama, o bien en la variante de diálogos coloquiales que parece agregar nada, pero que en realidad, de la manera en que están puestos, sirven para crear tensión que con cierta elegancia estética asfixia la empatía que el concurrente pueda sentir con el “amor” absoluto que profesa por su descendencia una madre obnubilada.
En contraposición, casi como un juego de estrategia de guerra, el director nos muestra, con una única escena de interacción entre un padre y una hija, separados por una situación que se revelara recién al final de la narración, del amor y el cariño que se profesan en realidad. Donde la reina de la relación es la ironía.
Respecto de los rubros técnicos, todos son de impecable factura, pero el diseño de sonido es la gran vedette en este sentido, claro que todo se apoya en las soberbias actuaciones.
No mucho más para decir, sólo que es una de esas películas que después de conocerla se dará cuenta, por su necesidad de volver a verla, que es de las imperdibles.