Elegía de abril

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Ensayo sobre la melancolía

Después del documental Marechal o la batalla de los ángeles (2001) y la historia de ficción Donde cae el sol (2002, protagonizada por Alfonso De Grazia), el director Gustavo Fontán (Banfield, 1960) parece haber emprendido una búsqueda ansiosa por alcanzar con su cine cierto fulgor poético, apresando fugacidades y ligerezas sólo perceptibles cuando se rastrean las cosas que nos rodean con sensibilidad. Esa finalidad lo ha llevado a aproximarse a la obra de Juan L. Ortiz excluyendo casi por completo las palabras escritas por el poeta entrerriano (La orilla que se abisma) y a bosquejar ensayos audiovisuales en los que reúne circunstancias familiares con devaneos plásticos (El árbol, La madre). A esta línea corresponde su último film, en el que, nuevamente, personas de su entorno familiar son introducidas en un vagabundeo narrativo que tiene mucho de contemplación y de seguimiento de instantes y detalles.
En Elegía de abril, el hijo, la madre y un tío de Fontán (incluso él mismo, en una escena) aparecen en pantalla, rescatando del olvido unos libros de poemas que el abuelo, Salvador Merlino, había escrito y publicado antes de morir. Cuando la mujer se niega a seguir participando del rodaje, el director decide convocar a Adriana Aizemberg y Lorenzo Quinteros para que representen a sus parientes, cambio que aparece expuesto ante el espectador. El inquietante encuentro entre personas y personajes es uno de los encantos del film. Hasta una conversación trivial, que otro realizador no hubiera dudado en quitar, como la que mantiene Aizemberg con la madre del director, participa de esa ambigüedad: mientras esta última parece desconocer a Aizemberg, la actriz asegura conocer a la anciana de haberla visto en cine…
Aunque todo gira en torno a un libro, casi no hay lectura de textos en voz alta ni planos detalle de su tapa, sus hojas o ilustraciones. Lo que le interesa a Fontán es el conjunto de sensaciones que provoca rescatar esa obra del olvido, desde el momento en que los ejemplares son sacados de viejas cajas hasta que comienza a discutirse qué hacer con ese material tantos años guardado: ¿deshacerse de él, entregárselo a alguien, salvarlo del anonimato? Al ser el fallecimiento de los padres el tema del libro, el film dispara, también, disquisiciones sobre la muerte y el paso del tiempo.
Hay en Elegía de abril un delicado registro de lo cotidiano, que incluye la melancolía. La casa por donde se pasean las cámaras –tal vez habría que decir las miradas– del director y de su hijo adolescente, trasunta verdad: jardines, ventanas, cortinas, muebles, fotografías, platos, nada luce flamante sino que parece haber sido vivido, como si cada uno de esos objetos acumulara también recuerdos.
Las búsquedas de Fontán lo llevan a emplear distintos recursos: algunos resultan cómodos (como las imágenes de la cámara digital de Federico, el hijo, en movimiento, o persiguiendo a las personas que no quieren dejarse filmar) o se acercan a ejercicios de improvisación teatral; otros, en cambio, permiten que el director consiga climas sugestivos, como la atención dispensada a un gato como testigo misterioso, o el trabajo con el sonido en off y la irrupción, al pasar, de confesiones conmovedoras, reales (el tío hablando de un viejo amor) y ficticias (Aizemberg suspirando por el paso del tiempo).
Todo es tenue, serenamente impreciso en Elegía de abril, hasta llegar a un tramo final con una intención experimental más marcada. En esos últimos minutos, el film es asaltado por imágenes diversas, gráciles y pálidas, como recortes de recuerdos infantiles y fantasmas saliendo precipitadamente a la luz.