Elefante blanco

Crítica de Santiago García - Leer Cine

LAS COSAS QUE NO SE TOCAN

La nueva película de Pablo Trapero es un paso más en su carrera, que por su potencia emocional y su destreza visual, ya entró en la historia grande del cine argentino.

Alguna vez alguien sostuvo que no valía la pena escribir en contra de las películas, que sólo tenían valor los textos a favor. Esta teoría, con la que no suscribo, tiene igualmente un punto a favor irrefutable: las buenas películas nos explican todo aquello que las malas películas hacen mal. Y si a veces el crítico no logra poner en palabras lo que realmente no le gusta en una película mala, la aparición de una buena responde a todo aquello que no podía plasmarse en un texto. Elefante blanco es el séptimo largometraje de Pablo Trapero quien con una pequeña pero a la vez enorme carrera, ha ido pisando con firmeza y dejando huellas definitivas dentro de la historia del cine contemporáneo.

Nicolás (Jérémie Renier) ha sobrevivido a la masacre de una tribu a manos de narcotraficantes en el Amazonas y Julián (Ricardo Darín), enfermo, viaja para rescatarlo De regreso, los dos sacerdotes católicos, viejos amigos, unen sus fuerzas para ayudar a la gente de la Villa Virgen, en Buenos Aires. Con ellos está Luciana (Martina Guzmán), una asistente social que trabaja también en pos de mejorar la vida de los habitantes de la villa. Esa es la base de la historia. Está claro que a partir de esto Trapero va a trazar un mapa de la complejidad de ese mundo, de su violencia, su peligrosidad, pero también de sus deseos de salir adelante. El tema no es fácil, y la mirada que la mayoría de los espectadores tienen de ese universo es, por razones obvias, sesgada o incompleta. La misión de Trapero es entonces meternos en ese mundo, es él nuestro guía por ese espacio, como en su momento fue nuestro guía en el mundo obrero de Mundo grúa, en el de la policía bonaerense en El bonaerense, en el de las cárceles de mujeres en Leonera y en el universo de abogados y hospitales en Carancho.

Para Trapero algunas características son constantes. Su estilo con herencia neorralista, su posible asociación con el cine social latinoamericano, su cámara potente y su fuerza dramática están aquí intactas. Su retrato de la violencia sigue siendo igual de fuerte pero esta vez es más sobrio, más pudoroso, estalla con la misma fuerza, pero sin regodeo alguno. Sus personajes solitarios encuentran una razón de ser una vez más y se integran. Uno imagina a los tres protagonistas como seres solitarios, pero unidos y al servicio de la villa ya no lo son. La protagonista de Leonera no estaba sola porque tenía un hijo y terminan juntos la película, algo parecido ocurre acá, con esa gente que ellos ayudan y que, en definitiva, los reconoce. Y en esa gente, y en las locaciones, Trapero halla la herramienta más valiosa de su estilo: la autenticidad. Al director no le importa tanto el realismo como la autenticidad. Su fuerza dramática consiste justamente en dotar a sus películas de verdad. Esa verdad se la da no sólo su oficio, sino la presencia de verdaderos habitantes de las villas, personajes que ningún actor podría reconstruir y si lo hiciera no sería tan auténtico para la historia que Trapero aquí cuenta. Filmada en varias villas, aunque la trama transcurre solo en una, el resultado que obtiene Elefante blanco es contundente.

Finalmente la película gana por su complejidad. No tanto por sus personajes, sino por generar aristas que vuelven más sofisticado el mundo que el film muestra. No hay un espacio sencillo donde el espectador pueda acomodarse en una posición tranquila y segura. Las reglas y las situaciones cambian para nosotros como para los protagonistas y la lucha cotidiana está llena de contradicciones y de conflictos sin buenos ni malos. O con buenos y malos pero no siempre los mismos personajes. Hacerse cargo de esa complejidad no le asegura a Trapero mayor popularidad, al contrario, pero sí le otorga una grandeza digna de los mejores cineastas. También hay que decir que, por lejos, esta es la más emocionante y entretenida de las películas de Pablo Trapero. Su séptimo opus es un paso más allá para alguien que nos ha permitido conocer nuevos mundos y, sobre todo, entenderlos. Elefante blanco nos muestra todo aquello que la denuncia demagógica de la televisión o la prensa amarillista nos niega. Y también se hace cargo de una pobreza y una marginación que hace años forman parte de nuestra ciudad y de la que nadie parece ser responsable.