Elefante blanco

Crítica de Rosa Gronda - El Litoral

La villa desde adentro

El último film de Pablo Trapero es una conmocionante pintura social construida con los mejores recursos cinematográficos que se apoyan en la solidez de la imagen como punto de partida. “Elefante Blanco” aborda con calidad y sobre todo sin manipulaciones, la más salvaje de nuestras realidades sociales pero entendiendo al cine como espectáculo atrapante y movilizador.

La película toma su nombre del edificio a medio construir, símbolo viviente de las idas y vueltas de la historia argentina, proyectado en 1937 por el diputado socialista Alfredo Palacios, ideado para ser el hospital más grande de América latina. La obra -ubicada en el límite de Ciudad Oculta- nunca llegó a terminarse y actualmente persiste como un esqueleto emblemático de un oscilante compromiso de los distintos gobiernos hacia los más desposeídos. En esa locación, adaptada por la producción, transcurren partes fundamentales de la película.

El guion aborda la compleja realidad de las villas (hace una condensación de todas ellas) y se acerca desde la mirada de quienes se integran a esa realidad para mejorarla, como el caso de los llamados “curas villeros” que trabajan y misionan con sus habitantes, tratando de mantenerse independientes de los devenires políticos. En este sentido, aun siendo ficción, la película pretende dialogar con la realidad, haciendo referencia a la figura del padre Mugica y al edificio inconcluso mencionado, que son íconos reales, históricos. Aunque también se impone la actualización del actual contexto posglobalización, envilecido y mucho más violento que el que conoció Mugica.

Tanto los protagonistas principales como los secundarios, conjugan profesionalismo y espontaneidad, aportando expresividad y lenguaje acorde, imprescindibles para construir realismo verosímil y crear un clima de naturalidad.

La sentida mirada visceral

La película se inclina por un relato más bien clásico, alejado de estéticas videocliperas, en el que se destaca el aprovechamiento de las locaciones mediante un virtuoso trabajo de cámara y fotografía que busca planos largos sin cortes, iluminados de distinta forma (hay varios memorables).

La cámara casi siempre está a la altura de los hombros de los protagonistas, haciendo que el espectador observe las cosas igual que ellos. En un laberinto de chapas y callejones se filma con destreza técnica y sensibilidad, tanto una balacera en la noche o una protesta violenta, como una misa o una fiesta popular. En cada escena no sucede una sola cosa, sino varias. Algunas confluyen en la trama central, otras, no, pero todas ayudan a comprender cómo suceden las cosas por dentro.

El montaje juega con los contrastes entre los ambientes claustrofóbicos como los pasillos laberínticos de la villa y los enormes espacios abiertos que preceden y cierran el film, que en todo momento acerca lo sagrado y lo profano, las distintas formas de violencia y del amor, con enorme humanidad.

La banda sonora replica las paradojas de la coexistencia de una canción de Intoxicados o una cumbia de Damas Gratis, junto al virtuoso barroquismo místico de Michael Nyman, el músico de dimensión internacional que se integra sonoramente a las distintas tramas.

“Elefante Blanco” empieza y termina de la misma manera: sin diálogos, cediendo el protagonismo a la imagen y la música, hay gemidos, rezos o llantos en vez de palabras. La mirada visceral es lo fundamental. La soberbia puesta en escena permite que el espectador sea un testigo, un habitante más de ese espacio. Trapero apela a la fuerza de las imágenes. Y, en ese sentido, cada uno de sus planos tiene una potencia, una convicción y una carga emotiva que arrasan con cualquier suma de palabras.