Elefante blanco

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El plano ético

La dimensión ética en el séptimo arte no se asienta tanto en el qué, sino en el cómo: ¿Cómo me enfrento a lo que pretendo filmar? ¿Cómo defino en una puesta en escena mis ideas del mundo? La forma, la bendita forma cinematográfica, define la (est)ética (y por tanto la política) de todo filme. Pero la cuestión se profundiza cuando nos enfrentamos a otras clases sociales, cuando el cineasta pretende filmar a aquellos excluidos del sistema que él mismo y los espectadores integran, y que muchas veces le permite trabajar: los riesgos se multiplican por todos lados, y las soluciones se complican. Acaso por nuestra propia historia, en Argentina tenemos empero varios directores que han sabido sortear el entuerto; Pablo Trapero es acaso uno de los que mejor lo ha logrado (otro es Adrián Caetano, aquí tuvimos también a Hermes Paralluelo con Yatasto). Su cine siempre se ha caracterizado por una aproximación respetuosa, compleja y constante hacia los márgenes de la sociedad: lo hizo desde Mundo Grúa, donde testimonió la caída en desgracia de un país entero a partir de un devenir individual, y lo vuelve a hacer en su nueva obra, la renombrada Elefante Blanco, donde se puede comprobar una progresión en los modos y su narrativa. Porque, en efecto, Trapero ha venido perfeccionando en todo este tiempo un formato narrativo de cine de género, que quizás había ensayado secretamente en El bonaerense, pero que ya decididamente tomó como propio desde Nacido y criado en adelante (a saber: Leonera y Carancho).

La apuesta no es para nada sencilla, se trata de unir las formas del thriller -un género codificado como pocos, al punto de tener su vertiente tercermundista hollywoodense: Ciudad de Dios y sus derivados-, con un cine de espíritu testimonial, de sincera preocupación por las cuestiones sociales que aborda. Y si bien el resultado vuelve a ser satisfactorio en Elefante Blanco, estamos también ante uno de los filmes más desparejos de Trapero, una obra monumental en sus aspiraciones estéticas y políticas, incluso en su puesta en escena, que sin embargo flaquea donde menos se espera. Se dirá que hay problemas de guión (compartido con Alejandro Fadel -de Los Salvajes-, Martín Mauregui y Santiago Mitre -El estudiante-), de construcción del verosímil, de subtramas poco o mal desarrolladas; tal vez la cuestión esté en su excesiva ambición: es como si Trapero tuviera que replicar la multiplicidad de anunciantes (hay fondos y canales europeos, además de argentinos) en la trama misma de la película, que aborda la marginalidad latinoamericana, la discriminación y la fuerza bruta policial, el compromiso de parte de la Iglesia, la indiferencia de su dirigencia y de la clase política, los conflictos internos de los curas protagonistas, la droga, la mafia a su alrededor, el funcionamiento de una comunidad y en medio de todo una trama romántica.

Con tantos temas en 110 minutos de metraje suena lógico que existan esos desajustes. Por cierto, la película toma otro vuelo cuando Trapero sale de los interiores a filmar la villa: el magistral plano secuencia inicial donde el padre Julián (Ricardo Darín) va mostrándole a su par Nicolás (Jérémie Renier) el funcionamiento del asentamiento (y que recorre desde las instalaciones del Elefante Blanco del título -un edificio abandonado por el Estado que supo ser un proyecto monumental del socialista Alfredo Palacios en la década del ´30-, hasta las calles de la propia villa) es un portento de puesta en escena, un ejemplo de gran cine que se repetirá en otros pasajes del filme (por caso, la monumental escena donde la policía irrumpe en busca de un narcotraficante). Trapero responde su apuesta con cine de alto vuelo, que nunca busca estetizar la violencia ni la pobreza, aunque tampoco las elude: al contrario, se diría que hay una sensibilidad especial para mostrarlas (apelando al plano secuencia general o a la profundidad de campo para la violencia) gracias a un planteamiento virtuoso de la puesta en escena, lo que no equivale a disminuir la dureza del paisaje para hacerlo más digerible al espectador (es sin dudas la película más dura de Trapero). Hay entonces una ética en la puesta, que es correspondida por un uso virtuoso de las formas ¿Dónde está el problema entonces? Y es que no todo se resuelve con una postura digna. Hay fallas en Elefante Blanco, que se encuentran, curiosamente, en los detalles, en la construcción de las escenas más intrascendentes, en cierta trama desarrollada a los apurones (sobre todo, una historia de amor que involucrará a un cura) o ciertas resoluciones forzadas (por ejemplo, el escape de los curas con Monito, un niño de la villa). Lo esencial, empero, sobrevive con solidez, incluso la trama más política que recorre el filme: las diferentes formas de militancia social que propone cada cura (como dicta el género, cuando Julián decida jugarse a fondo, su suerte quedará echada). Y aún con todos los reparos que se puedan pensar, seguimos estando ante un filme que nos abre a un mundo nuevo, desconocido por los espectadores, que no dejará indiferente a ninguno.

Por Martín Iparraguirre