Elefante blanco

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Social y masivo

A la inversa de lo que sucede en la realidad, en cine lo social y lo masivo no suelen llevarse bien. Las películas que aspiran a ambas cosas se limitan a producir, las más de las veces, puro maniqueísmo, demagogia, reproducción de lugares comunes. En sus últimas películas, Pablo Trapero viene logrando meter ese elefante por el ojo de la aguja, abordando distintos aspectos de la marginalidad social –las cárceles de mujeres en Leonera, las mafias jurídico-policiales y el mundo de las guardias hospitalarias del conurbano en Carancho– sin perder complejidad y llevando gente a las salas. Ahora, Trapero levanta la apuesta y se mete en el mundo de la villa, para focalizar en quienes prestan ayuda solidaria. Levanta la apuesta tanto en relación con el tema –poniendo en cuestión la alternativa del trabajo solidario, desde fuera de encuadramientos políticos– como con el tamaño de la producción, que bordea lo que puede llamarse “cine de gran espectáculo”, tensando al máximo la cuerda, de por sí frágil, que ata lo social y lo masivo.

“Elefante blanco” es el nombre con que se conoce un edificio a medio construir, símbolo viviente de las idas y vueltas de la a veces kafkiana historia argentina, tanto como del oscilante compromiso de la comunidad con los desposeídos. Proyectada en los años ’30 por Alfredo Palacios y llamada a ser el hospital más grande de América latina, la obra –ubicada en el límite de Ciudad Oculta– quedó inconclusa; se la retomó ocasionalmente a partir de entonces y se la volvió a archivar. Actualmente, las Madres de Plaza de Mayo le dan a esta ruina de lo que no fue destino de comedor popular, dando de comer a los vecinos de la villa. En la ficción, Trapero y sus coguionistas (Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitre, los mismos de ambos films previos) fusionaron ese dato de la realidad con otros referidos a la Villa 31 de Retiro y la Rodrigo Bueno, otorgándole al barrio de emergencia en que transcurre el film el carácter de una condensación.

Allí trabaja el padre Julián (Ricardo Darín, con barba entrecana), ayudado por un grupo de voluntarios entre quienes se destaca una asistente social, Luciana (Martina Gusmán, una vez más icono del cine de Trapero). A ellos se les une Nicolas (Jérémie Renier, presente en varias películas de los hermanos Dardenne), sacerdote francés que viene de sobrevivir de una masacre de pobladores, en una aldea del Amazonas. Es desde el punto de vista de estos “extranjeros incluidos” –que funcionan como representantes en la ficción del espectador de clase media– que el film aborda todo lo que tiene que ver con la realidad del barrio, filtrado a través de lo que podría llamarse “drama de conciencia” de cada uno de ellos. Producto, como en los casos anteriores, de una profunda investigación de campo, el guión desbroza, de modo casi quirúrgico, las distintas realidades internas de la villa, abriendo una red tan compleja como dilemática.

Están los vecinos del barrio y está la guerra entre narcotraficantes, a sangre y fuego. El consumo de paco, los grupos de recuperación que llevan adelante los trabajadores sociales, la resistencia a las requisas policiales, el buchón que en algún momento será detectado y ejecutado, los reclamos salariales que los trabajadores hacen al padre Julián y sus asistentes (en la ficción, el protagonista convence a sus superiores de finalizar de una vez la construcción del gigante abandonado), las diferencias entre la base eclesiástica y la jerarquía (que parece más heredera de Pilatos que de Cristo) y, sobre todo, el debate, de orden ético y político, sobre las distintas variantes de “opción por los pobres”, que se establece entre el moderado padre Julián y su colega Nicolas, más propenso a poner el cuerpo. No sólo en lo que hace a la lucha, por cierto. Algo que –de no haber una sotana de por medio– debería llamarse amor a primera vista surge entre él y Luciana. Lo que podría parecer una concesión al boy-meets-girl del cine comercial da pie, sin embargo, a una de las cartas más jugadas de la película, al barrer con la prescripción del celibato.

No es casual que en una escena el protagonista encabece un homenaje al padre Mugica y que la película esté dedicada a él: tanto en el planteo de la opción política entre la violencia y la no violencia como en el sin salida en el que queda atrapado el padre Julián, y hasta en su origen de clase, resuena, como un eco, el destino trágico del padre Francisco. Todo un hito en términos de producción (el formato Scope; la espectacular fotografía de Guillermo Nieto, brazo derecho del realizador; la partitura de Michael Nyman, célebre colaborador de Peter Greenaway; las escenas de acción; el impecable montaje), la apuesta al gran espectáculo pone a Elefante blanco en un compromiso que remeda el del propio protagonista. La introducción en el Amazonas, con su aroma a aventura exótica, la muy “cantada” love story entre Luciana y el padre Nicolas, una innecesaria subtrama melodramática (¿martirológica?) relacionada con el padre Julián y una culminación entre atropellada y difícil de creer son puntos que no terminan de convencer. A pesar de esas debilidades y gracias a una oportuna identificación con sus protagonistas, Elefante Blanco logra poner en cuestión al propio espectador, llenándole la cabeza de preguntas. No es algo que el cine masivo suela producir.